Summary: La segunda bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran

El camino: Entre penas y llanto

Harold S. Kushner, en la introducción de su libro Cuando le pasan cosas malas a la gente buena, comparte con nosotros su tragedia:

Nuestro hijo Aarón recién había cumplido tres años cuando nació nuestra hija Ariel. Aarón era un niño brillante y feliz que antes de los dos años de edad podía identificar una docena de dinosaurios diferentes y le podía explicar pacientemente a un adulto que los dinosaurios se habían extinguido. Mi esposa y yo nos habíamos preocupado por su salud desde el momento que dejó de ganar peso a la edad de ocho meses y desde el tiempo que su pelo se le empezó a caer después de que cumplió un año. Doctores prominentes lo habían examinado, le habían dado nombres complicados a su condición, y habían asegurado que sería muy bajito cuando creciera pero que sería normal en todo lo demás. Poco antes del nacimiento de nuestra hija, nos mudamos de Nueva York a un suburbio de Boston, donde yo llegué a ser el rabino de la congregación [judía] local. Descubrimos que el pediatra local estaba haciendo una investigación acerca de niños con problemas de crecimiento, así que le llevamos a Aarón. Dos meses más tarde —el día que nuestra hija nació— el [doctor] visitó a mi esposa en el hospital y nos dijo que la condición de nuestro hijo se llamaba progeria, “envejecimiento rápido". Nos dijo que Aarón nunca crecería más de tres pies de altura, no iba a tener pelo en su cabeza o su cuerpo, se iba a mirar como un viejito mientras era un niño, y que moriría entre los 12 y los 15 años de edad.

¿Cómo puede uno recibir ese tipo de noticias? Yo era un joven e inexperimentado rabino, que no estaba familiarizado con el proceso de aflicción como llegaría a estarlo, y lo que sentí mayormente ese día fue un profundo y doloroso sentimiento de injusticia. No tenía sentido. Yo había sido una buena persona. Había tratado de hacer lo correcto ante los ojos de Dios. Más que eso, estaba viviendo una vida más religiosa que la mayoría de las personas que yo conocía, personas que tenían familias grandes y saludables. Creía que estaba siguiendo los caminos de Dios y haciendo su obra. ¿Cómo le podía pasar esto a mi familia? Si Dios existía, si era mínimamente justo, ni siquiera amoroso y perdonador, ¿cómo me podía hacer esto a mí?

Y aún si me pudiese persuadir que merecía este castigo por algún pecado de negligencia o de orgullo del cual no estaba consciente, ¿por qué tenía que sufrir Aarón? El era un niño inocente, un niño de tres años, feliz y saliente. ¿Por qué tenía que sufrir dolor físico y psicológico cada día de su vida? ¿Por qué teníamos que ser observados y señalados con el dedo doquiera que fuésemos? ¿Por qué tenía el que ser condenado a crecer como adolescente, ver otros niños y niñas comenzar a noviar, y darse cuenta que el nunca va a conocer el matrimonio, o lo que es ser padre? Simplemente no tenía sentido.

Como la mayoría de la gente, mi esposa y yo habíamos crecido con la imagen de un Dios que es la figura de un padre sabio y todopoderoso que nos trataría tal y como lo harían nuestros padres terrenales, o aún mejor. Si éramos obedientes y dignos, el nos recompensaría. Si nos desviábamos del camino, el nos disciplinaría, de mala gana pero firmemente. El nos protegería para que no nos hiriésemos o de que nos hiriésemos a nosotros mismos y vería que obtuviésemos todo lo que merecíamos en esta vida. Como la mayoría de la gente, estaba consciente de las tragedias humanas que oscurecen el paisaje —los jóvenes que mueren en accidentes automovilísticos, las personas amorosas y felices que sufren enfermedades paralizadoras, los hijos retardados de vecinos y parientes de los cuales se habla en voz muy baja. Pero todos esos casos nunca me llevaron a preguntarme acerca de la justicia de Dios, o a poner en duda su equidad. Siempre asumí que él sabía más del mundo que yo.

Entonces llegó el día en el hospital cuando el doctor nos plantó el caso de Aarón y nos explicó que quería decir progeria. Estaba en contradicción a todo lo que yo había creído. Unicamente podía repetir vez tras vez en mi mente: “Esto no puede estar pasando. Así no se supone que funcione el mundo". Tragedias como esta se suponía que le pasasen a la gente egoísta y deshonesta, a quienes yo, como rabino, trataría de confortar asegurándoles el amor perdonador de Dios. ¿Cómo me podía estar pasando a mí, a mi hijo, si lo que yo creía del mundo era verdad? Leí recientemente acerca de una madre Israelí que, cada año en el cumpleaños de su hijo, abandonaba la fiesta de su cumpleaños para ir a llorar en la privacidad de su cuarto, porque su hijo estaba ahora un año más cercano de hacer el servicio militar, un año más cerca de poner su vida en peligro, posiblemente un año más cerca para convertirse en uno de los miles de padres Israelíes que tendrían que estar ante la tumba de un hijo muerto en el campo de batalla. Leí eso y supe exactamente como me sentía. Cada año, en el cumpleaños de Aarón, mi esposa y yo celebrábamos. Nos gozábamos en su crecimiento y en sus habilidades. pero nos congelaba el conocimiento que cada año que pasaba nos llevaba más cerca del día en que sería arrebatado de nosotros.[1]

Pocos estaremos completamente familiarizados con las palabras y los sentimientos de este rabino, pero todos sabemos lo que es el llanto. Todos hemos tenido que tragar una lágrima amarga ante una tumba, ante una tragedia, ante una pérdida, ante un fracaso, ante una decepción. Desde el día que nacemos estamos marcados por el llanto y el dolor. Pareciera que esta vida esta saturada de ratos de llanto y ratos de más llanto. Los momentos felices son tan breves que casi no nos damos cuenta de ellos.

El poeta español Miguel Hernández lo puso así:

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

Pena con pena y pena desayuno,

pena es mi paz y pena mi batalla,

perro que no me deja ni se calla,

siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos, penas, me ponen su corona,

cardos, penas, me azuzan sus leopardos

y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona

circundada de penas y de cardos…

¡Cuánto penar para morirse uno![2]

Las palabras de Jesús a este respecto fueron:

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación (Mateo 5:4).

Cuando hablamos de llorar nos estamos refiriendo a todo tipo de dolor y pena, angustia y desesperación. Porque el llanto puede venir vestido de diferentes trajes y con varios colores. Si fuésemos a tomar este pasaje literalmente entonces mientras más lloramos tenemos más esperanza de ser consolados. Quizás… Pero no todas las penas son iguales ni todos los llantos. Hay ciertas penas que son comunes a todas la humanidad, tanto de creyentes como de incrédulos. Algunas de estas son justas y legítimas. Penas por las cuales el Señor toma su tiempo y cuidado. Pero también hay penas anormales e ilegítimas, producidas por las pasiones pecaminosas.

Las penas ilegítimas son aquellas que sienten los que ven sus planes pecaminosos frustrados, o las de quienes tienen su afecto y lealtad apuntado en la dirección incorrecta. A este tipo de personas el Señor no les provee consolación alguna.

En la Biblia leemos por ejemplo que

estaba Amnón angustiado hasta enfermarse por Tamar su hermana, pues por ser ella virgen, le parecía a Amnón que sería difícil hacerle cosa alguna (2 Samuel 13:2).

La angustia de Amnón no era sino un deseo incestuoso hacia su hermana.

Otros llevan una pena legítima a extremos ilegítimos. Cuando una persona se angustia tanto y por tanto tiempo sobre una pena que no le permite actuar normalmente, su pena se convierte en pecaminosa y destructiva. Este tipo de pena está relacionado con culpa, es esencialmente egoísta. Para el cristiano no es sino una señal de falta de confianza en Dios. Es el tipo de angustia que encontramos en el caso del rey David cuando su hijo Absalón fue muerto (2 Sam 18:33).

Vamos ahora a ver las penas legítimas.

Se trata de aquellas penas que requieren ser expresadas, que necesitan encontrar una válvula de escape para que nuestra vida pueda volver a la normalidad. Se trata de esos casos en los cuales las lágrimas cumplen una función desinfectante, porque de lo contrario la infección emotiva contaminaría todo el cuerpo y la mente.

Así encontramos que Abraham lloró por la muerte de Sara:

Y murió Sara en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por Sara y a llorarla (Génesis 23:2).

Abraham no lloró la muerte de Sara por falta de fe, sino porque había perdido la compañía de su compañera. Había perdido a su amada. Abraham tenía el derecho de llorarla. Pero después de haber hecho esto, continuó viviendo. Continuó andando con el Señor.

También leemos que nuestro Señor lloró ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35).

No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo que Jesús lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto el pesar humano como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba por Lázaro, pues iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos de los que estaban ahora llorando por Lázaro maquinarían pronto la muerte de aquel que era la resurrección y la vida.[3]

Jesús también lloró ante la ciudad de Jerusalén, que se negaba a reconocer al Mesías en su medio:

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! (Mateo 23:37).

El llanto del cual Jesús está hablando en las bienaventuranzas no tiene que ver con ninguno de estos dos tipos de penas, legítimas o ilegítimas. Por supuesto, aquellos que lloran legítimamente son consolados de parte de Dios, pero no es de eso de lo que está hablando Jesús. El Señor no se está refiriendo al dolor circunstancial.

Cuando hablamos de las bienaventuranzas, dijimos que makários es la felicidad que permanece a pesar de las circunstancias. Esa felicidad que permanece a pesar de las condiciones. Lo mismo se trata aquí con relación al sufrimiento, con relación al dolor, con relación a la tristeza. Jesús está hablando de la tristeza que es según Dios. El dolor que sienten aquellos que le aman, que le pertenecen. Se trata de la tristeza que únicamente los que conocen al Señor pueden experimentar con relación al mundo. El apóstol Pablo lo puso de esta manera:

Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte. Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! (2 Corintios 7:10,11).

Este es el tipo de tristeza del cual Jesús está hablando. Pena por el pecado, dolor por la condición del mundo, llanto por que el mensaje del Señor es rechazado. Se trata de la tristeza que lleva al arrepentimiento. La tristeza que es según Dios está ligada al arrepentimiento y el arrepentimiento está ligado al pecado.

Ya hicimos claro que la única manera de entrar en el reino de los cielos es reconociendo nuestra insignificancia, nuestra inutilidad. La única manera como podemos ir a Jesús es vacíos, para poder ser llenados por su espíritu. Tenemos que humillarnos y reconocer nuestra pobreza porque sin ello no podemos entrar en el reino de los cielos.

El primer principio que obtenemos de esta bienaventuranza es que necesitamos despertar a la espantosa realidad del pecado y sentirnos tristes ante el mismo. Pero de nuevo esta tristeza tiene que ser tanto interna como externa. Tiene que haber un reconocimiento de la realidad del mundo de pecado y tiene que haber un esfuerzo decidido por hacer nuestra parte.

Muchas veces somos como aquella mujer que su esposo había comprado una buena cantidad de seguro de vida nombrándola como su beneficiaria. El hombre se murió un día y la mujer recibió una enorme suma de la compañía de seguros. Lo primero que la mujer hizo fue ir de compras. Compró todo un ajuar de ropas de luto. Todo de la mejor calidad. Todo de lo más caro. Después que hubo hecho sus compras invitó a sus amigas para que viniesen a admirar su ropero. Al ver tanta ropa de color negro, una de sus amigas le hizo una observación:

—¿Para qué compraste ropa interior de color negro?

—Hija, cuando yo me pongo de luto, ¡me pongo completamente de luto!— le respondió la viuda inmediatamente.

Algunas veces somos como esa viuda. Reconocemos los problemas y aprovechamos las circunstancias a lo máximo… para nuestro beneficio. Nos olvidamos de Dios. ¡Es necesario tener a Dios en cuenta! El reconocimiento tiene que ser total.

En su libro El costo del discipulado, Dietrich Bonhoeffer nos lo pinta de esta manera:

Por “llorar” Jesús, por supuesto, quiere decir vivir sin lo que el mundo llama paz y prosperidad: El quiere decir rehusar a estar en sintonía con el mundo o a acomodarse a sus estándares. Tales hombres lloran por el mundo, por su culpa, su destino y su fortuna. Mientras el mundo celebra fiestas ellos observan y mientras el mundo canta: “Traigan rosas mientras puedan", ellos lloran. Ven que por toda la jovialidad abordo, el barco se está empezando a hundir. El mundo sueña en progresar, en poder y en futuro, pero los discípulos meditan en el fin, el juicio final, y la venida del reino. A tales alturas el mundo no podrá elevarse. Y de esta manera los discípulos son extranjeros en el mundo, son huéspedes no-bienvenidos que disturban la paz. ¡Con razón el mundo los rechaza!

Ellos simplemente llevan a cuestas el sufrimiento que les viene conforme tratan de seguir a Jesús, y lo llevan a cuestas por su causa. La tristeza no puede cansarlos o gastarlos, no los puede amargar o quebrantarlos bajo la carga; nada de eso, pues ellos llevan a cuestas su tristeza en la fuerza de Aquel que los lleva a cuestas, quien llevó el sufrimiento de todo el mundo a la cruz… Así ellos encuentran su hogar con el Señor crucificado tanto aquí como en la eternidad.[4]

Pero llorar no es aún suficiente. Tenemos que hacer algo. Es aquí donde tú haces la diferencia. El mundo no va a cambiar hasta que cambies tú. Pero una vez que hayas cambiado, tienes que luchar para mejorarlo. Aquí es donde tienes que actuar externamente. Es tu acción en el mundo la que habla del impacto que Jesús ha hecho en tu corazón. Es cuando tu extiendes la mano y tocas a los que están alrededor tuyo que tu llanto se convierte en una fuente de colores. Puedes pasarte toda la vida llorando y no va a hacer ninguna diferencia… porque el llanto no es literal. El llanto tiene que ser interno y la acción externa.

Elie Wiesel, un sobreviviente de los campos de concentración nazis ha dicho que “lo opuesto de la vida no es la muerte, sino la indiferencia”. No podemos ser indiferentes. Tenemos que actuar.

La vida se afirma en el dolor porque dolerse quiere decir que algo ha revuelto nuestras pasiones, nos ha pedido que nos preocupemos por algo, nos ha dado el valor de darle una parte de nuestro corazón. Amar es doloroso porque se arriesga a perder; la indiferencia es trágica porque no arriesga nada.[5]

¿Estás tu llorando por el mundo? ¿Estás consciente del mundo de pecado en el que vives? ¿Te das cuenta que está yendo paso a paso hacia su propia destrucción? Si la respuesta es sí, la siguiente pregunta es: ¿Qué estás haciendo por el mundo en el mundo? ¿Estás muy conforme sabiendo que tienes el consuelo del Señor? Únicamente podemos recibir el consuelo del Señor en la medida que nos portamos como el Señor del consuelo. Únicamente. Llorar no es suficiente. Tienes que actuar. Tienes que hacer un impacto en tu comunidad, en tu vecindario, en tu familia. Tienes que convertirte tanto interna como externamente.

El segundo principio que obtenemos de este pasaje es que tenemos que tomar las cosas en serio. El reino de los cielos no es para tomarse a la ligera. No es para jugar. No es para divertirse. No es para pasar un buen rato. Es un asunto de vida o muerte. Tiene que ser tomado en serio.

El Nuevo Testamento usa nueve palabras diferentes para hablar de la tristeza, reflejando lo común que ésta es en la vida del hombre. El dolor está entretejido en la naturaleza del hombre y sus situaciones. La historia del mundo es una historia anegada de lágrimas. De las nueve palabras para describir la tristeza, la palabra que se usa en este pasaje (Mat 5:4), es penthéo. Quiere decir llorar. Es la más fuerte, la más severa, la más dura de todas las nueve. Representa el dolor del corazón más profundo. Estaba generalmente designada para describir la tristeza que siente alguien cuando un ser querido moría. En el Antiguo Testamento es usada en la Septuaginta para describir la tristeza de Jacob cuando le dijeron que José había muerto (Gén 37:34). En el Nuevo Testamento también es usada para describir la tristeza de los discípulos antes que se enterasen que Jesús había resucitado (Mat 16:10).

En ambos casos algo drástico había sucedido. En ambos casos se trataba de la pérdida de un ser querido. Ambos casos eran para ser tomados en serio.

De la misma manera el reino de los cielos tiene que ser tomado en serio. Por si no lo sabes, yo no soy serio por naturaleza. Me gusta bromear. Me gusta que la gente se ría. Pero una cosa es reírse y otra cosa es burlarse. Una cosa es ser alegre y otra cosa es tomar las cosas a la ligera. Todo tiene su tiempo. Este es el tiempo de tomar las cosas en serio. Este es el tiempo de pensar en nuestra condición. Este es el tiempo de hacer una decisión.

Este es el tiempo de decidir si nuestro blanco es ser felices y satisfechos de acuerdo al mundo o glorificar a Dios. Esto es un tanto cuanto contradictorio, como las bienaventuranzas, porque estamos acostumbrados a buscar siempre la felicidad y las complacencias. Nuestra mentalidad occidental nos lleva a buscar el confort. Nos matamos hasta el cansancio para estar felices y satisfechos. Pero nos olvidamos que lo más importante es glorificar a Dios en nuestra vida.

En tercer lugar este pasaje nos dice que tenemos que centrar nuestra atención en Dios. No es en el mundo o en el pecado que debemos de concentrarnos. No es en nosotros. No es en el pecado. Tenemos que concentrarnos en Dios quien únicamente puede perdonar nuestros pecados y cambiar nuestra vida.

Esta es la actitud que encontramos en Romanos 7. Se ha debatido mucho sobre este pasaje. Hay quienes dicen que se trata de Pablo antes de convertirse y quienes dicen que es después de su conversión. Yo creo que es este último. Tu puedes creer lo que quieras. ¿Por qué creo esto? Porque me parece que es la experiencia de todos nosotros. Porque encuentro que aunque se nos promete hoy victoria sobre el pecado, no se nos da hoy. Dios nos podría quitar la inclinación a pecar una vez que aceptamos a Jesús, pero no lo hace. No nos convierte en robots. No deja el libre albedrío.

Hace algunas semanas atrás escuché en las noticias de un tipo que había sido castrado por haber abusado de unos menores. Después de la operación fue puesto en libertad. Ese fue su castigo. Ahora fue detenido de nuevo porque el hombre había asaltado sexualmente a otros menores. ¿Cómo pudo ser esto? Se preguntaban las autoridades, hasta que descubrieron que el hombre había estado tomando hormonas para volver a sentir el placer sexual perdido en la operación.

Ser cristiano no significa haber perdido el gusto por el pecado, significa haber sido perdonados y tener la actitud mental correcta. La marca de un cristianismo maduro no es una vida sin pecado, sino una creciente consciencia de pecado.

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1:8, 9).

¡Únicamente en el cielo vamos a vivir sin pecado! Es por eso que tenemos que fijarnos en Dios. Dios es quien tiene la solución a nuestros pecados. Es Dios a quien tenemos que acudir. Es en el en quien nos tenemos que fijar.

Por último, cuando lloramos al darnos cuenta de la condición del mundo y de nuestra propia condición, recibimos la consolación del Señor. Este consuelo no es para todo el que llora, sino para el que llora a causa del pecado. La consolación del Señor está reservada para los de corazón contrito.

Esta consolación no la recibimos al fin de este mundo, sino cuando nos encontramos con Jesús cara a cara. La consolación está en el futuro en el sentido que recibimos la bendición después que obedecemos; la consolación viene después del llanto. De esta manera, cuando lloramos continuamente sobre el pecado, somos consolados continuamente, somos bendecidos continuamente.

Es esto lo que nos hace felices. La felicidad viene a los que están tristes porque su tristeza es según Dios y les proporciona la consolación que Dios está dispuesto a dar. Jesús nos dice:

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar (Mateo 11:28).

Lo podríamos parafrasear:

Venid a mí todos los que habéis llorado a causa del pecado y sentís la tristeza que es según Dios, y yo os consolaré…

Por supuesto, Cristo te quiere consolar. El Señor quiere darte la felicidad que tu corazón necesita. ¿Estás listo para recibirla? El Señor te la dará en la medida que tu corazón se empobrece y llora a causa del pecado. ¿Está tu corazón llorando? ¿Por qué está llorando? Si está llorando por la causa correcta, el Señor te consolará. Pon tu vida en sus manos. El la va a transformar. Te lo prometo. Porque él lo prometió.

[1] Harold S. Kushner, When Bad Things Happen to Good People (New York: Avon Books, 1981), pp. 1-4.

[2] Miguel Hernández, El rayo que no cesa (Argentina: Espasa-Calpe Argentina, S.A., 1949), p. 107).

[3] Elena White, El deseado de todas las gentes (Mountain View, CA: Pacific Press Publishing Associatin, 1975), p. 490.

[4] Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship (New York: McMillan, 1963), pp. 121,122.

[5] Erik Kolbell, What Jesus Meant: The Beatitudes and a Meaningful Life (Louisville: Westminster John Knox Press, 2003), p. 44.