Summary: Estudio de la tercera bienaventuranza: Bienaventurados los mansos.

Tu disposición: de corazón

El Papa había ordenado que todos los judíos tenían que salir de Roma. el edicto al parecer era irrevocable. La población judía en Roma estaba asustadísima y no sabía qué hacer. El Consejo de Rabinos llamó a una sesión de emergencia para tratar el asunto. Después de debatir por algunas horas, se nombró un comité para ir a hablar con el Papa. El Papa recibió a los emisarios, quienes pidieron clemencia de parte del soberano. Después de deliberar un poco con sus cardenales el Papa consintió que los judíos se podían quedar en Roma si ganaban en un debate público. El debate sería contra el mismo Papa y él sería el juez que determinaría el ganador. Los emisarios se apresuraron a llevar las condiciones papales al resto del grupo. Cuando escucharon los términos se llenaron de júbilo y empezaron a celebrar. Pero, uno de los rabinos, de súbito preguntó:

—¿Quién va a ser el que va a debatir con el Papa?

Todos quedaron en silencio y miraron hacia el Rabino Principal de la Sinagoga.

—¡Ni hablar! —gritó este—. Ni de loco que estuviera. Yo no voy.

—Pero, ¿quién va a ir? —preguntaron otros. Las miradas de todos se posaron ahora en el secretario de la Congregación.

—¿Yo? —aulló el secretario— No, por el amor de Dios, yo no. Yo no se debatir… Me pongo nervioso… Se me traba la lengua… No, yo no. ¡Qué vaya otro! ¡qué vaya otro! ¡yo no voy!

Las miradas del Consejo se posaron entonces en el Escriba Principal, quien tragó saliva y se desmayó. Las miradas de todos se volvieron hacia el Rabino principal de nuevo pero este rehusó firmemente.

—¡Todavía soy joven! ¡Aún tengo mucho que dar! ¡No sean crueles! ¡Yo no, por favor, yo no!

Los judíos estaban desesperados. Y ahora, ¿quién nos podrá defender? Limpiando el balcón de la sinagoga estaba el conserje, quien había contemplado asombrado todo este debate.

—Yo iré —dijo de pronto.

Todos los judíos miraron hacia el balcón, del cual bajaba con paso lento pero seguro el conserje.

—¿Tú? —dijeron a coro todos los reunidos.

—Sí, yo… —repuso el conserje.

—¿Estás delirando? ¿Estás loco? ¿Cómo vas a ir tú? —atajó uno de los reunidos.

—Bueno… —contestó el conserje— Ninguno de ustedes quiere ir… Y, si alguien tiene que comparecer ante el Papa, yo estoy dispuesto a hacerlo…

—Es verdad —dijeron los judíos a coro—. Después de todo el Papa no te conoce… ¿Estás seguro que quieres ir?

—Que me despierten a media noche y me lo pregunten —repuso el conserje.

Así que los rabinos se reunieron y dieron consejos al conserje de cómo debía hablar y qué cosas decir cuando estuviese ante el Papa.

Por fin llegó el día señalado. La plaza de San Pedro estaba repleta de gente. Las noticias del debate se habían esparcido por toda Italia. “El Papa va a debatir con el más sabio de los judíos”. Ante la pompa pontifica digna del momento, tomó su lugar el Papa con todo su séquito de Cardenales y Obispos. Era un espectáculo que hacía a la gente derramar babas, aunque tuvieran la boca cerrada. Después que el cortejo papal tomó lugar, entraron los judíos. Desde el mayor hasta el menor entraron con toda dignidad pero tímidamente. Al último entró el conserje, vestido con ropajes rabínicos.

El Papa tomó su puesto y el judío tomó el suyo. Al sonar las fanfarrias papales el debate se inició. Para empezar el Papa señaló con un dedo hacia el cielo. El judío con el mismo dedo señaló hacia la tierra. Después el Papa señaló con el dedo índice al judío. El judío señaló con tres dedos hacia el Papa. El Papa sacó una manzana de entre sus ropas y, poniéndola en la palma de su mano, la mostró al judío. El judío sacó de entre sus ropas un pedazo de matzo, el pan sin levadura, plano como galleta, que comen los judíos, y se lo mostró al Papa en la palma de su mano.

—¡Los judíos ganan! ¡Se pueden quedar en Roma! —exclamó el Papa.

Diciendo esto, se dirigió hacia sus aposentos, seguido por todo su séquito. No es necesario decir que todos querían saber qué había sido aquello. Una vez en su cámara papal, uno de los cardenales le preguntó:

—Su Señoría, ¿podría explicarnos en que consistió el debate?

—Bueno… —repuso el Pontífice— Estos judíos son mucho más sabios de lo que creíamos. Por lo menos el rabino con el que me debatí tiene que ser el más educado y sabio, con el puesto más elevado en toda Europa, si no en todo el mundo…

—Sí, pero, ¡qué fue el debate! —insistieron los cardenales.

—Para empezar yo quise probar su teología. Con un dedo en alto yo le indiqué que hay un solo Dios en el universo. A esto este gran maestro judío me respondió que es cierto, pero, señalando con su dedo me dijo que el diablo está en la tierra… Después le pregunté acerca de la trinidad. Señalándolo con mi dedo le hice saber que ese Dios es uno solo. El me contestó que ese Dios era uno pero en tres personas.

—Y ¿qué fue eso de la manzana? —le interrumpió un cardenal.

—Bueno… Ustedes saben que últimamente andan por allí diciendo que la tierra es redonda… Bueno, yo quise saber qué es lo que ellos creen. Pero me indicó que la tierra es plana como un matzo… Así que ganaron. ¡Ese judío es un gran entendido de la Biblia y de la filosofía!

Por otro lado, todos los judíos estaban celebrando la victoria de su campeón. Pero también querían saber que era lo que había pasado. Llevaron al conserje a la sinagoga y le preguntaron qué había sido el debate, pues tampoco habían entendido.

—Naaa… —replicó el conserje— Fue algo muy simple y sencillo… Primero el Papa con un dedo en alto me dijo: “Los judíos se tienen que ir de Roma”. Y yo le contesté, apuntando hacia el suelo: “No señor, aquí nos quedamos”. Después me dijo que primero se caía muerto antes que nos quedáramos. Yo le dije que se iba a caer muerto tres veces, pero que nos íbamos a quedar… Después el sacó su almuerzo y yo saqué el mío…[1]

Creo que esta historia ilustra vivamente lo que el apóstol Pablo escribiera a los Corintios:

Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia (1 Corintios 1:26-29).

Dios no necesita fuerza ni número. El es capaz de hacerlo todo él solo y de usar a aquellos que nos parecen más insignificantes. Cuando nosotros nos sentimos más arriba, superiores, con más capacidades, con más educación, con más talentos, Dios nos dice: “Hazte a un lado, no me haces falta”. Porque Dios puede usar al menos educado, al menos talentoso, al más humilde… si pone su vida en sus manos.

Con frecuencia nos sentimos desanimados. Nos sentimos incompetentes. Y nos preguntamos, ¿para qué vine a este mundo? ¿para ser un don nadie? Mientras queramos salir de ser un don nadie por nuestra propia iniciativa nunca lo vamos a conseguir. Cuando ponemos nuestra inutilidad en sus manos, Dios nos usa como instrumentos para mostrar al hombre que es él quien está detrás de todas las cosas. Dios te puede usar y hacer maravillas contigo, si tan solo se lo permites.

Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres (1 Corintios 1:25).

Es en este mismo contexto que las bienaventuranzas nos hablan. Jesús nos dice:

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad (Mateo 5:5).

Para nosotros, como en los días de Jesús, esto es un poco contradictorio. Vivimos en una época en la que la ley del más fuerte es la que se impone. El que está más armado es el que ríe al último y el que ríe mejor. El mundo se rige cada día por la regla de oro: “Quien tiene el oro, pone las reglas”. Si no eres astuto te comen el mandado… Y Jesús nos está diciendo que seamos mansos.

Este tema lo encontramos también en otros pasajes. El apóstol Santiago contrasta la mansedumbre con la inmundicia y la abundancia de malicia:

Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas (Santiago 1:21).

El apóstol Pablo cataloga la mansedumbre como fruto del espíritu:

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley (Gálatas 5:22, 23).

Y como parte de la vestimenta del cristiano:

Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia… (Colosenses 3:12).

Estos y otros pasajes más en las Escrituras nos enseñan que la mansedumbre es una característica por medio de la cual las promesas de Dios de darnos sus bendiciones nos llegan a nosotros. No es una característica humana. Es el resultado de la acción sobrenatural de Dios en nuestra vida.

La palabra mansedumbre es la traducción de la palabra griega práos, que básicamente quiere decir apacible o suave.

El término algunas veces se usaba para describir una medicina confortante o una brisa suave. Se usaba para describir a los potrillos y a otros animales cuyo espíritus naturalmente salvajes eran amansados por un domador para que pudiesen ser útiles para el trabajo. Como una actitud humana significaba ser dócil de espíritu, humilde, sumiso, calmado, de corazón tierno.[2]

Ser manso no significa lo que la gente piensa. No significa ser de espíritu débil. No significa debilidad o indolencia. No quiere decir que uno sea cobarde.

La mansedumbre es una actitud del corazón, la mente y la vida que prepara el camino para la santificación. “Mansedumbre” hacia Dios significa que aceptamos su voluntad y su trato con nosotros como bueno, y nos sometemos a él en todas las cosas sin tardanza.[3]

El primer principio que quiero que obtengamos de todo esto es que ser manso es esencialmente tener una opinión correcta de nosotros mismos.

Barclay pone esta bienaventuranza de esta manera:

Bienaventurado el hombre que está siempre enojado cuando tiene que estarlo y que nunca está enojado cuando no tiene que estarlo.[4]

Ser manso es conocerte a ti mismo. Es poner tu vida en contacto con el Altísimo y darte cuenta de cuando tienes que ser de una manera y cuando ser de otra. Ser cristiano no significa ser monótono, sino activo. Significa tener los sentidos abiertos para poder gozar tanto de una tarde lluviosa de otoño como de una hermosa mañana de primavera. Es poder gozarse en un paisaje desértico y de una caída de agua en las montañas. Es darse cuenta que todo tiene su lugar.

Moisés y Abraham fueron mansos y humildes cuando se dieron cuenta y reconocieron que tenían que depender de Dios porque sin él no podía triunfar. Ser mansos significa, pues, verte tal y como eres lejos de Jesús. Significa dejar de gloriarte a ti mismo y dar la gloria a Dios por lo que hace a través de ti. Significa reconocer que en ti no hay nada digno, nada de que estar orgulloso. Significa estar dispuesto de corazón a ser el más humilde de los servidores. Significa no estar luchando por un puesto o por un título. De esas cosas Dios se encargará… a su tiempo.

La persona mansa no se compadece de sí misma, no busca la simpatía de otros.

Se cuenta de un vagabundo profesional que llegó a la zona residencial de una ciudad y buscó la mejor casa. Sentada en el pórtico del frente de su casa estaba una señora de alcurnia, elegantemente tomando té y leyendo. El vagabundo, para ganar la simpatía de la dama, se postró de rodillas y empezó a comer el pasto frente a la casa.

—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó la dama de sociedad, alarmada.

—Estoy comiendo, señora —respondió el vagabundo—. Tengo tanta hambre que puedo comer pasto…

—¡Pobre hombre! —exclamó la dama, su rostro lleno de simpatía hacia el vagabundo— ¿Podría venir por la puerta de atrás? —hizo una pausa y continuó— El pasto es más alto en la parte de atrás…

¡La persona que es mansa no necesita buscar simpatía! No necesita que los demás se compadezcan de ella. No necesita escuchar tampoco elogios de ningún tipo. La persona que es mansa no se molesta ni se asusta cuando otros la censuran. La persona que es mansa tiene toda su confianza puesta en Jesús.

En segundo lugar, ser manso significa estar dispuesto a ser guiado por el Espíritu Santo.

El rey David escribió:

Confía en Jehová, y haz el bien; y habitarás en la tierra, y te apacentarás de la verdad.

Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.

Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará.

Exhibirá tu justicia como la luz, y tu derecho como el medio día.

Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino, por el hombre que hace maldades (Salmo 37:3-7).

Y después termina diciendo:

Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí.

Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz (vs. 10, 11).

¿Quiénes son los mansos, según el Salmo 37? Los que confían en el Señor. Los que permiten ser guiados por su Espíritu. Los que ponen su confianza en él y le permiten hacer con su vida lo que Dios tenga planeado. Son aquellos que se gozan en los planes del Señor y que ponen su confianza en él. Estos son los mansos, los felices, de acuerdo con Jesús. Estos son los que heredarán la tierra.

Por supuesto, estar dispuestos a ser guiados por Dios es el resultado directo de aquel que tiene la opinión correcta de sí mismo. El Salmo 25 nos dice:

Encaminará a los humildes por el juicio,

y enseñará a los mansos su carrera (v. 9).

Mansedumbre es entonces una disposición del corazón que es susceptible a la dirección del Espíritu Santo. Esta disposición es lo contrario a un espíritu altanero que se rebela a la voluntad divina. Se trata entonces de un espíritu que sigue a Dios no porque tiene que obedecerle, sino porque quiere hacerlo. Se trata de una actitud de fe que confía que Dios sabe lo que es mejor. Es una actitud que no hace preguntas. Es una actitud que está dispuesta a obedecer. Es la clase de actitud que está constantemente a la espera de una orden.

Pero debemos de tener siempre presente que la orden debe de proceder de Dios. La obediencia debe de estar dirigida a quien no nos guiará a hacer lo incorrecto. A quien tiene el bien supremo por sobre todas las cosas. En las palabras de Jim Forest:

Comprendida bíblicamente, la mansedumbre significa hacer decisiones y ejercitar la fuerza con un punto de referencia divino y no social. La mansedumbre no tiene nada que ver con la obediencia ciega a los gobernantes de cualquier país donde te toque vivir, a los jefes en nuestro trabajo, o complacer a esa fuerza todavía más poderosa, aquellos con quienes nos codeamos. Los cristianos mansos no permiten ser zarandeados por la marea del poder político o ser guiados por el olor del dinero. Tales personas a la deriva se han apartado de su conciencia, de la voz de Dios en sus corazones, y han despilfarrado la libertad que Dios les ha proveído. La mansedumbre es un atributo del seguidor de Cristo, cualquiera que sean los riesgos.[5]

Elena White, en el libro La Educación lo puso de esta manera:

La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos.[6]

En tercer lugar ser manso significa control propio, o “control divino”.

Un hombre “manso” tiene el yo bajo completo control. Por medio de la auto exaltación nuestros primeros padres perdieron el reino que les fue confiado; por medio de la mansedumbre lo podemos reconquistar.[7]

Control propio. Quizás el más difícil de todos los controles. Es curioso que el hombre pueda controlar enormes cantidades de agua, que pueda controlar enormes cantidades de electricidad, que pueda controlar enormes barcos, inmensas ciudades, pero no se pueda controlar a sí mismo.

El apóstol Santiago tuvo esta misma queja:

Porque toda la naturaleza de bestias, de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal (Santiago 3:7, 8).

Y lo mismo podríamos aplicar a nuestra naturaleza. porque así como la lengua, todo nuestro ser pareciera ser insujetable, incontrolable. No queremos o no nos sabemos controlar.

Con frecuencia reconocemos nuestra situación, como Jesús nos pide en las bienaventuranzas. Reconocemos que somos indignos. Reconocemos que somos pordioseros. Reconocemos que nuestra vida está llena de pecado. Reconocemos que somos un trapo de inmundicia. Y lo podemos decir frente a quien sea. Yo mismo te puedo decir ahora mismo que soy el peor de los hombres. Te puedo decir que soy un pecador empedernido. Te puedo decir que no soy digno del perdón divino. Lo puedo reconocer. Y soy perfectamente honesto… Yo lo puedo decir. Tu lo puedes decir… de ti mismo. ¡Guárdate de decirlo de otro! ¿Por qué? Porque reconocemos para adentro. Porque nos molesta que otro nos diga la verdad. Lo reconozco yo. Tú, ¿para qué te metes en lo que no es tuyo? ¡Y nos insultamos! Estamos dispuestos a pelearnos con quien sea. Juramos que eso es asunto nuestro. De nadie más.

Pues bien, ser verdaderamente manso es estar dispuesto a reconocerlo cuando los demás también se dan cuenta. Ser manso es saber que los demás lo saben y lo están diciendo y actuar con la misma suavidad, con la misma actitud, que si nos estuvieran elogiando. Significa controlar nuestra furia y nuestro enojo. Significa no echarle en cara a la otra persona sus verdades. Significa reconocer la verdad tanto interna como externamente. Y no hacer nada contra la otra persona, cuando podríamos hacerlo.

El mayor ejemplo de mansedumbre fue nuestro Señor Jesucristo. El es la personificación misma de lo que es ser manso. El apóstol Pablo nos invita:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Filipenses 2:5-8).

¡Qué ejemplo de mansedumbre!

¿Te has medido con Jesús últimamente? ¿Crees que eres manso? tienes que serlo, si deseas heredar la tierra.

Un día Dios va a reclamar completamente su dominio terrenal y aquellos que han llegado a ser sus hijos por medio de la fe en su Hijo reinarán ese dominio con él. Y los únicos que lleguen a ser sus hijos y los sujetos de su reino divino son aquellos que son mansos, aquellos que son humildes, porque comprenden su pecaminosidad y su indignidad y ponen su vida en las manos de la misericordia de Dios.[8]

¿Estás tu poniendo tu vida en las manos de Dios? Si quieres heredar la tierra tienes que ir a Jesús y ponerte completamente bajo su misericordia. La recompensa es grande. Es para todos. Y es para ti particularmente. Jesús quiere que reines con él en la tierra nueva. Jesús te la quiere dar.

[1] Isaac Asimov, Isaac Asimov’s Treasury of Humor (Houghton Mifflin Company, 1971), pp. 39, 40.

[2] John MacArthur, Jr. The MacArthur New Testament Commentary, Matthew 1-7 (Chicago: Moody Press, 1985), p. 170.

[3]Seventh-day Adventist Bible Commentary, vol 5, pp. 325, 326.

[4]William Barclay, Matthew, p. 91.

[5] Jim Forest, The Ladder of the Beatituteds (Orbis Books, 2003), pp. 49, 50. Adventist Commentary, Ibid., p. 326.

[6] Elena White, La Educación (Pacific Press, 2001), p. 58.

[7] Adventist Comentary, Ibid., p. 326

[8] MacArthur, Ibid., p. 174.