Summary: En un mundo de guerra y disensión, Jesús nos llama a ser pacificadores. ¡Una misión imposible! ¿O será que es imposible? ¿Qué es lo que espera Jesús en realidad de nosotros? ¿Qué es lo que quiso decir con esta bienaventuranza? ¿Qué o quién es un pacificad

Tu ejemplo: El Dios de paz

Hace mucho tiempo atrás vivía un rey. Este era un rey sabio y maravilloso. También era un rey amable y amoroso.

A este rey le gustaba dar regalos. No necesitaba ninguna razón para dar sus regalos; los daba porque quería. Sentía gran placer al hacer a su pueblo feliz.

A algunos de sus súbditos el rey dio tierras con montañas y arroyuelos. A otros dio campos prósperos y ríos. Otros recibieron tierras rodeadas de aguas que estaban colmadas de peces. La gente amaba a su rey. Se gozaban de los regalos que les daba. Eran muy felices.

Fueron muy felices, más bien, hasta que quisieron más.

“Esto no es suficiente. Danos más. Tu eres el rey. ¡Tú tienes todo!” gritaron.

El rey era tan bueno y tan amable que no se enojó. En lugar de enojarse, enseñó a la gente con las montañas como cortar los árboles y como hacer fuego con la leña. Ahora podían hacer muchas cosas con el regalo del fuego.

Enseñó a la gente con los campos como arar y plantar nuevos frutos en la tierra. Ahora podía cosechar mucha comida.

Para la gente junto a las aguas, hizo botes, para que pudiesen encontrar las muchas clases de peces. Y fueron lejos sobre el agua.

Pronto la gente con el fuego dijeron a los demás: “El rey nos ama más porque nos regaló el fuego.”

“¡Oh, no! El nos ama más porque nos ayudó a sembrar comida,” contestaron los dueños de los campos.

“¡Son unos bobos!” dijo la gente de los botes. “El rey nos ama más porque nos permite viajar lejos sobre las aguas mientras ustedes tienen que quedarse en la tierra.”

Todo este argüendeo molestó mucho al rey. No le agradaba escuchar a su pueblo discutir. Lo ponía muy triste. Al fin, no lo pudo soportar más y dijo: “Mi gente, los amo a todos. Y deseo que aprendan a amarse los unos a los otros. En lugar de estar discutiendo y peleando, ¿por qué no comparten lo que les he dado?”

La gente se asombró de escucharle decir esto. Sacudieron sus cabezas con incredulidad.

“¿Compartir? ¿Quieres que compartamos?”

“Así mismo. Eso es lo que yo he hecho. He compartido mis regalos con ustedes. Ahora les pido que compartan los unos con los otros. ¿Es eso tan difícil?” preguntó el rey.

La gente agachó sus cabezas. No podían ver al rey; no se podían ver unos a otros. Sí, el rey les había pedido algo muy difícil. Les había pedido que dejasen de pensar en ellos mismos y que pensasen en los demás.

La gente pensó y pensó acerca de este asunto de compartir. ¡Qué cosa tan difícil había pedido el rey![1]

Esta historia pareciera ser la historia de la humanidad a lo largo de los siglos. Difícilmente ha habido una ocasión cuando los unos no hemos sentido envidia de los otros. Difícilmente ha habido un período en el cual los unos no nos hemos sentido superiores a los otros. Desde la historia de Caín y Abel, pasando por Cortés y Moctezuma, hasta Sadam Hussein y los kurdos, siempre ha habido este problema: No nos podemos llevar los unos con los otros.

Es tan general este problema que pareciera difícil encontrar a quien se le apliquen las palabras de Jesús:

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9).

Para que te hagas una idea de qué tan difícil es encontrar este tipo de personas, de acuerdo al Canadian Army Journal, un ex-presidente de la Academia Noruega de Ciencias, ayudado por historiadores de Inglaterra, Egipto, Alemania e India descubrieron lo siguiente:

Desde el año 3600 A.C. el mundo ha conocido únicamente 292 años de paz. Durante este mismo período hubo 14,531 guerras, grandes y pequeñas, en las cuales 3,640,000,000 gentes han perecido. El valor de la destrucción es suficiente para pagar una franja de oro alrededor del mundo de 156 kilómetros de ancho por 10 metros de grosor.

Desde el año 650 A.C. han habido 1,656 amenazas de guerra, de las cuales solo 16 no se llevaron a cabo.

Otro estudio, llevado a cabo por Gustave Valbert y cuyo reportaje apareció en la Gazeta de Moscú, indica que del año 1496 A.C. al año 1861 A.D., en 3,358 años han habido 227 años de paz y 3,130 años de guerra, ó 13 años de guerra por cada año de paz. En los últimos tres siglos han habido 286 guerras en Europa.[2]

¡Pareciera que no sabemos vivir sin estar en guerra!

Y es bajo estas circunstancias que todavía Jesús da su bienaventuranza a aquellos que son pacificadores. En un mundo de guerra y disensión, Jesús nos llama a ser pacificadores. ¡Una misión imposible! ¿O será que es imposible? ¿Qué es lo que espera Jesús en realidad de nosotros? ¿Qué es lo que quiso decir con esta bienaventuranza? ¿Qué o quién es un pacificador?

En primer lugar, un pacificador es aquel que tiene una opinión correcta de Dios. Esto significa que comprende cabalmente cual es la causa de la guerra. Hay que admitirlo, la razón por la cual estamos siempre en guerra es porque no nos podemos llevar unos con otros. La razón por la cual no nos podemos llevar unos con otros es porque Dios no está en nosotros. Las guerras se acabarán cuando Dios esté en nosotros. Únicamente entonces habrá paz. Pero Dios no está en este mundo. Dios es la fuente de la paz, mientras Dios no esté presente, no se podrá conseguir. Podemos tratar por todos los medios de conseguir paz, pero mientras Dios no esté presente, en vano hacemos cualquier esfuerzo.

El Señor lo dice muy claramente:

Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasara por vuestro país (Levítico 26:6).

Los esfuerzos humanos han fallado miserablemente en conseguir la paz. Desde la Liga de las Naciones hasta las Naciones Unidas, no se ha podido conseguir la paz. Porque solo Dios puede darla.

Pero mientras Dios está dispuesto a proporcionarnos paz (ver 1 Re 2:33; Sal 29:11), los hombres se preparan para la guerra.

Se cuenta que al principio de la Segunda Guerra Mundial el oficial a cargo del comando británico en lo profundo del África recibió un mensaje telegráfico de su oficial superior: “Se declaró guerra. Arreste todos los extranjeros enemigos en su distrito.”

Rápidamente un mensaje de retorno fue enviado: “He arrestado siete alemanes, tres belgas, dos franceses, dos italianos, un austriaco y un americano. Favor de informarme con quién estamos en guerra.”

Siempre estamos listos para la guerra. ¿Por qué? Porque Dios no está en nosotros.

Aquel que tiene a Dios en su corazón no puede ser sino un pacificador. Dios es Dios de paz, no de guerra. Aquel en quien Cristo ha entrado a morar en su corazón no puede sino aborrecer la guerra. La paz es el resultado lógico de su relación con Jesús.

El pacificador sabe esto. Sabe que en sólo en Cristo puede dejar de haber discordia y guerra. Sólo en Cristo puede haber paz. Tiene presente las palabras de Pablo:

Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (Efesios 2:13, 14).

¡Cristo es nuestra paz! Es el quien la provee. No puede ser hallada de otra forma o por otro medio. Los judíos del tiempo de Pablo consideraban a los no judíos como indignos. Ellos eran el pueblo escogido. Esto daba motivo a muchos problemas tanto raciales, políticos, sociales y culturales. Cristo vino a derrumbar esos preceptos, esa “pared intermedia de separación.” ¿Por qué es que la gente hace guerra? ¡Por esas mismas ideas! Porque tienen diferentes conceptos raciales, políticos, sociales y culturales. Hitler pensaba que los alemanes eran superiores. Los soviéticos pensaban que el comunismo es mejor. Los americanos piensan que su forma de vida es superior. Los mejicanos pensamos que no hay como la comida con chile para darle gusto a la vida. ¿El resultado? Guerra… cuando Cristo no está en el corazón.

Pero cuando Cristo está en el corazón, el resultado siempre es paz. Una paz que emana directamente de Dios. De hecho, ese es uno de los nombres de Dios, paz:

Y edificó allí Gedeón altar a Jehová, y lo llamó Jehová-shalom; el cual permanece hasta hoy en Ofra de los abiezeritas (Jueces 6:24).

Jehová-shalóm. ¿Sabes qué quiere decir ese nombre? Nosotros cuando saludamos a alguien decimos: “Buenos días,” “Buenas tardes,” o “Buenas noches.” Los judíos usan tan solo una palabra para cualquier saludo. Esa palabra es shalom. ¿Qué quiere decir? Quiere decir paz. Jehová-shalom entonces es Jehová-paz. ¿Te das cuenta? Dios es la fuente de la paz y Cristo la manifestación de la misma.

Paz es la palabra clave en el ministerio de Jesús. Vino a establecerla, su mensaje la explicó, su muerte la compró, y su presencia resucitada la proporciona. Las predicciones mesiánicas fueron que sería Príncipe de Paz (Isa 9:6). Los ángeles que anunciaron su nacimiento cantaron: “¡En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Luc 2:14). Su palabra constante de absolución a los pecadores era: “Ve en paz.” Poco antes de ser crucificado, el último testamento del Señor fue: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27). Cuando el Señor volvió [con sus discípulos] después de la resurrección, su primera palabra a ellos fue: “Shalom.” Paz. La vida de Jesús estuvo saturada con su misión de traer la paz de Dios e iniciar la sanadora relación de paz con Dios.[3]

La misión de Jesús fue la de traer la paz de Dios. Cegados por sus propios conceptos humanos, los judíos de su tiempo no pudieron ver en el al Mesías de paz y buscaban al Mesías que les liberaría del yugo gentil. No pudieron leer y entender el pasaje del profeta Zacarías donde describía su misión pacificadora:

Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna. Y de Efraín destruiré los carros, y los caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán quebrados; y hablará paz a las naciones, y su señorío será de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra (Zacarías 9:9, 10).

¡Esa era la misión de Jesús! Traer paz. Pero no estuvieron listos para recibirla. El seguidor de Jesús experimenta esa paz. Sabe que viene de Jesús, que él es la única fuente de la misma.

En segundo lugar, la persona pacificadora tiene una opinión correcta de sí mismo. El saber que Dios es el producto de la paz en su corazón le da la seguridad que necesita. Esa persona está en paz con sí misma. El salmista lo puso así:

Mucha paz tienen los que aman tu ley,

Y no hay para ellos tropiezo (Salmo 119:65).

Estar con Dios significa tener paz. Estar consciente de esa paz y ser un pacificador es el resultado inmediato. Lo primordial es que tal persona comprende que la paz de la cual Jesús habla es más que la ausencia de conflicto y guerra, sino la presencia de justicia. Únicamente la justicia puede producir la relación que puede traer dos pecadores juntos. Tenemos que reconocer que se requiere un milagro para que dos pecadores vivan en paz. Esto es cierto en el ámbito de las naciones como del hogar. Para poder vivir en paz, tiene que estar la justicia de Cristo presente. Podemos dejar de pelear sin la justicia, pero no podemos vivir en paz a menos que la tengamos. La justicia no únicamente detiene el pleito, sino que inicia un proceso de saneamiento.

En otras palabras, tus pleitos con tus padres o con tu cónyuge pueden haber terminado, pero muchas veces también termina tu relación. O te vas de la casa o te divorcias. Muerto el perro se acaba la rabia. ¿Es esa la solución? Es la actitud de esconder la cabeza bajo la arena, como la avestruz. Cristo no únicamente hace que terminen las peleas sino que nos permite vivir en armonía, en paz. Recuerda que él es la fuente de la paz.

Ser un pacificador significa entonces haber encontrado la paz de Dios y ser puro. Santiago lo pone así:

Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía (Santiago 3:17).

Y el apóstol Pablo la pone a la altura de la santidad:

Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

La cosa se está poniendo seria. Ser pacificador involucra vivir puramente y en santidad. Hasta ahora siempre había creído que era asunto de creer, amar y obedecer, pero ahora se trata de vivir. Precisamente, de vivir. Ser un pacificador significa el uso total de nuestras facultades con ese propósito: ser la paz del mundo lo mismo que Jesús. Vivir en santidad es vivir en paz. Ser pacificador es más todavía, es un requisito para entrar en el cielo.

Después de todo, ¿cuál es la causa de la guerra?

En la isla Guadalcanal, en el Pacífico del Sur, se llevó a cabo terrible batalla entre los japoneses y los americanos en la Segunda Guerra Mundial. Después de la batalla, se cuenta de un caníbal que le preguntó a un oficial americano: “¿Quién se come toda esa enorme cantidad de carne humana producida por la guerra?”

El oficial le respondió que la gente blanca no se come sus enemigos muertos.

“¡Qué bárbaros son ustedes!” exclamó el caníbal con horror, “¡Matar a tanta gente sin ningún propósito!”

¿La causa de la guerra, los pleitos, las peleas, las disensiones, las discordias? ¿Qué otra cosa puede ser sino el pecado? Únicamente el hombre experimenta el pecado directamente. Únicamente el hombre hace guerra por el simple gusto de hacer guerra. Únicamente el hombre permite que el pecado enturbie su relación con los demás y destruya la paz. Únicamente el hombre mantiene rencor y destruye a sus enemigos por gusto. Y es que no hay mayor enemigo de la paz, tanto personal como nacional, que el pecado.

Por eso es que “no hay paz para los malos” (Isaías 48:22). Porque su corazón es engañoso y perverso (Jer 17:9). Porque se glorían del pecado y se convierten en sus víctimas.

Mientras no tengamos plena consciencia de esto no puede haber un cambio. Mientras no identifiquemos al enemigo dentro de nuestro corazón no podremos ser pacificadores. No podremos entrar en el reino. Es necesario que las malas nuevas del evangelio vengan primero que las buenas nuevas. No es hasta que uno se confronta con su pecado, que puede encontrar la paz que el Salvador le ofrece. Hasta que te confrontes con todas tus falsas ideas y conceptos no puedes recibir la verdad. Hasta que reconozcas tu enemistad con Dios, no puedes recibir su paz.

En tercer lugar, una persona pacificadora tiene la opinión correcta del mundo. El conocimiento que Dios es la fuente de la paz y que el enemigo de la paz es el pecado les lleva a darse cuenta que el mundo real tiene sus problemas. Sabe que la vida no es fácil, es cruel. Comprende perfectamente las palabras de Jesús:

No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada (Mateo 10:34).

¿No es esto contradictorio? Si Jesús es la fuente de la paz, ¿por qué dijo esto? Cristo es el Príncipe de Paz que vino a traer esa misma paz. Sin embargo, cuando aceptas la paz de Dios el mundo no te ve con buenos ojos, te considera su enemigo (ver 1 Juan 3:12,13). Cristo vino a ponernos en paz con Dios pero al hacer esto nos pone en desarmonía con aquellos que rechazan su oferta. Como cristianos no debemos nunca buscar, o estar satisfechos, con la paz que es el resultado de ceder al mal. Para el verdadero cristiano no hay tal cosa como paz a cualquier costo.

Aquel que no está dispuesto a perturbar en el nombre de Dios no puede ser un pacificador. Aceptar cualquier otra cosa menor que la verdad de Dios y su justicia es traición —esto únicamente anima a los pecadores en su camino y los aleja del reino de los cielos. Aquellos que en el nombre del amor o de la bondad y la compasión tratan de testificar cediendo a las normas establecidas en la Palabra de Dios encontraran que su obra los está separando de la fuente de verdad en lugar de llevarlos a ella. El pacificador no va a permitir que un solo gato se atraviese si está en contra de la verdad de Dios; no va a proteger apariencias si son injustas o perversas. No está dispuesto a conseguir la paz a cualquier precio. La paz de Dios tiene un precio alto y él lo sabe. Dios únicamente da su paz a su manera. Ser un pacificador es el resultado de vivir de una manera santa y llamar a otros a la verdad del evangelio.

El cristiano sabe que en el mundo encontrará problemas. Pero también sabe que Cristo tiene la solución de esos problemas.

Saber que en el mundo hay problemas no le desalienta porque sabe que no va a vencer al mundo por sus esfuerzos. Tiene a uno que pelea sus batallas. Tiene a uno que le proporciona siempre la victoria. Tiene la ayuda de uno que siempre ha salido victorioso. Sabe que el Señor hace las cosas a sus tiempo. Confía en la promesa del Señor:

Y curaron la herida de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz. ¿Se ha avergonzado de haber hecho abominación? Ciertamente no se han avergonzado en lo más mínimo, ni supieron avergonzarse; caerán, por tanto, entre los que caigan; cuando los castigue caerán, dice Jehová (Jeremías 8:11, 12).

Es cierto, en el mundo las cosas son difíciles. En el mundo encontramos enemistad. El mundo nos odia. Pero nuestra confianza está puesta en uno que dará a cada quien lo que se merece… a su tiempo.

Para los pacificadores es la promesa y la seguridad de paz. Para quienes desobedecen solo quedan “celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” (Santiago 3:16). Aquel que no conoce a Dios puede conocer la calma, pero no puede conocer ni experimentar la paz. La paz no es una realidad en sus vidas porque “el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18). Esos son los que conocen a Cristo.

Por último, una persona pacificadora tiene una opinión práctica de su tarea. Los mensajeros de paz son creyentes en Jesucristo. Únicamente ellos pueden ser pacificadores. Únicamente quienes pertenecen al hacedor de la paz pueden ser mensajeros de paz. El apóstol Pablo nos dice que “a paz nos llamó Dios” (1 Cor 7:15) y que “todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5:18). El ministerio de la reconciliación es la labor de ser pacificadores. A quienes Dios ha llamado a su paz, también ha llamado a hacer paz.

Ser pacificador significa entonces no únicamente decirlo, sino hacerlo. No es asunto de arengar y filosofar sobre la paz, sino de hacer la paz. Ser pacificador es no conformarse con la teoría. Ser pacificador es estar desconforme con aquellos que ven los problemas y no hacen nada para solverlos. El motivo que le mueve es la relación práctica del mensaje de Jesús a la realidad práctica. Esa relación práctica le permite ver cada situación a la luz del Evangelio. Uno de los grandes problemas de los cristianos es nuestra tendencia a desasociar los aspectos comunes de nuestra existencia con las verdades eternas. Nos hace falta poner más atención a las cosas comunes de la vida en su relación al reino de los cielos. El reino de los cielos se mide para cada uno de nosotros en relación a los minúsculos eventos diarios de trascendencia aparentemente insignificante. No son los momentos de magnificencia los que nos llevarán al reino, sino los comunes. Tenemos que tenerlo presente.

Como hijos de Dios, nuestra tarea como pacificadores consiste en convertirnos en un puente. Nuestro esfuerzo tiene que ser el hacer la paz entre los demás. Nuestro esfuerzo debe de proveer sostén a quienes no tienen conocimiento de las verdades eternas. Para eso tenemos que asegurarnos que nosotros mismos estamos bien asentados. Únicamente cuando tu y yo estamos bien firmes en Cristo, podemos ayudar a los demás a construir y edificar. Los pacificadores tienen que ser firmes antes de poder ser una influencia positiva.

San Agustín, una de las figuras gigantes del cristianismo, relata como su madre no únicamente tenía un carácter pacífico, sino que llevaba paz a dondequiera que iba:

Había otro gran talento que le diste a tu sierva en cuyo seno me creaste, oh Dios, mi misericordia. Cada vez que podía, actuaba como pacificadora entre las almas en conflicto por algún pleito. Cuando los malentendidos están a flor de piel y el odio crudo e indigerido, con frecuencia se manifiesta en la presencia de un amigo, para calumniar a algún enemigo ausente. Pero si alguna mujer iniciaba una amarga diatriba contra otra [mujer] en presencia de mi madre, nunca repitió a la otra persona lo que se había dicho, excepto aquellas cosas que fueran a reconciliarlas…

Después continúa diciéndonos:

Y aquel hombre que ama a sus semejantes no debiera de conformarse con contenerse de enojarse o de aumentar la enemistad entre otros hombres por el mal que hablan: debiera hacer lo mejor que puede en poner un fin a los pleitos por medio de palabras amables. Así actuaba mi madre, quien aprendió en la escuela del corazón, donde fuiste su maestro secreto.[4]

Dios fue quien enseñó a Mónica, la madre de San Agustín, a ser una pacificadora. Dios tiene que ser quien te enseñe. Antes que algo pueda suceder en tu experiencia, tienes que hacer de Jesús tu Maestro. Solamente entonces podrás llevar la paz a dondequiera que vayas. Entonces serás llamado hijo de Dios.

[1]Sandra J. Carrubba, “The Generous King,” Insight, 18 January 1983, p. 18.

[2]Signs of the Times (Rocksville, MD: Assurance Publishers, 1984), p. 1571.

[3]Lloyd J. Ogilvie, Congratulations, God Believes in You (Waco, TX: Word Books, 1984), p. 103.

[4]Saint Augustine, Confessions (New York: Penguin Books, 1983), pp. 195, 196.