Summary: Estudio de la primera bienaventuranza: Bienaventurados los pobres en espíritu

La alternativa: Espiritual o literal

El periodista mejicano Marco A. Almazán nos cuenta la siguiente historia:

—No hay mejor renta que un presupuesto bajo —nos dijo tío Polícrates, sacudiendo la ceniza de su puro con el dedo meñique esmeradamente manicurado—. Aquí donde me ven ustedes, yo he podido ahorrar un capitalito muy regular mediante el simple procedimiento de no tener gastos superfluos.

—¿A qué llama usted gastos superfluos? —preguntó uno de los sobrinos—. Usted siempre ha tenido automóvil de lujo, ha viajado por todo el mundo, come y bebe opíparamente, tiene una magnífica colección de marfiles y de pinturas. Por no hablar de su vasto guardarropa y de sus hábitos un tanto excéntricos, como el de adquirir trenzas de monjes tibetanos a cualquier precio y el de mantener una academia para el estudio de la posología mágica medieval. ¿Cuáles son los gastos superfluos que ha evitado?

Don Polícrates rió de buena gana.

—Me refiero a los del matrimonio. Habiéndome mantenido célibe, he ahorrado una fortuna, que a la vez me ha permitido gozar de los pequeños caprichos que has mencionado.

Nuestro tío tocó el timbre, y al aparecer de inmediato el mayordomo, le ordenó que trajera el expediente de “Gastos Matrimoniales en que no Incurrí”. Momentos después apareció con un grueso legajo finamente encuadernado en piel de Rusia. Don Polícrates lo abrió cuidadosamente, nos miró de hito en hito y sonrió con socarronería.

—Al cumplir los veinticinco años de edad —dijo—, cuando la mayor parte de mis amigos y condiscípulos habían contraído matrimonio, pude observar que tenían que privarse de un sinnúmero de cosas para poder hacer frente a los más elementales gastos domésticos. No que vivieran con lujos orientales, ni mucho menos. Simplemente se habían casado. Intrigado por lo anterior, a guisa de entretenimiento yo imaginé que también me había echado encima el dulce yugo y empecé a depositar en el banco las cantidades que normalmente hubiera tenido que sufragar para el mantenimiento de mi ficticia cónyuge. Al cabo de un año recibí la sorpresa de mi vida al ver que tenía en cuenta corriente más de cincuenta mil pesos. De los de entonces.

Tío Polícrates se caló las gafas y empezó a leer partidas:

—Solamente en gastos de boda me ahorré un dineral. Ropa de la novia, alquiler de chaqué, adorno de la iglesia, limosna del cura (eso de limosna es un eufemismo, pero de alguna manera hay que llamarlo), préstamos a cuñados, banquete, viaje de bodas, etc.… Más de veinte mil machacantes. Y no crean que fueron cifras inventadas por mí. No, señores. Tuve la curiosidad de indagar precios y de anotar todo cuidadosamente. Después vino la compra del mobiliario y enseres domésticos en abonos. Durante cinco años estuve sudando sangre para meter en el banco las cantidades que hubieran correspondido al pago de las letras. Cuando por fin terminé de cubrirlas, el capital y los intereses acumulados me permitieron dar mi primera vuelta al mundo, hospedándome en hoteles de lujo… Y esto no fue ficción, sino realidad.

Nuestro tío bebió un trago de fino escocés y prosiguió la lectura:

—A los ocho días exactos de haberse verificado la imaginaria boda, empezaron los gastos extraordinarios para mantener a Aurorita en debida forma. Aurorita (explicó don Polícrates, mirándonos por encima de sus gafas) era el nombre de mi supuesta mujer. Médico para Aurorita, $50.00. Medicinas para Aurorita, $75. Modista, $265. Salón de belleza, $30. Zapatos para Aurorita, $100. Medias para Aurorita, $45. Cumpleaños de Aurorita, $500. Dentista para Aurorita, $80. Vestido de noche para Aurorita, $200. Santo de la mamá de Aurorita, $300. Regalo para Aurorita porque llegué tarde, $700. Ginecólogo para Aurorita, $200. Eso fue sólo el primer mes, aparte de los gastos normales de comida y bebida. Pero la lista es interminable. Hay más de dos mil quinientos folios tamaño oficio a renglón cerrado que comprenden los gastos que me hubiera originado la persona de Aurorita en los treinta años que duramos imaginariamente casados. El total arroja la suma de $1.375.844, sin tomar en cuenta las sucesivas devaluaciones de la moneda en el transcurso de este lapso.

Don Polícrates se pasó el fino pañuelo de seda por la frente y bebió otro trago largo.

—Tengo, además, varios otros volúmenes en que anoté las partidas correspondientes a embarazos, partos, alimentación, médico y medicinas, juguetes, ropa y colegiatura de tres niños, uno de ellos retrazadito mental, todo lo cual asciende a otro millón y pico. O sea que ya ven ustedes lo que pude ahorrar mediante el simple procedimiento de evitar los gastos superfluos que significa el matrimonio. Con estas economías pude darme la buena vida que me he dado.

—Tío — preguntó otro de los sobrinos—, ¿y qué fue de tía Aurorita?

Don Polícrates suspiró y le hizo seña al mayordomo para que volviera a llenarle el vaso.

—Decidí eliminarla de mi presupuesto el año pasado. Solamente en gastos de entierro me ahorré otros 15.000 pesillos.[1]

Si estás cansado de ser pobre, aquí tienes una buena idea. Por supuesto que es una broma. Pero ¿no has soñado alguna vez con salir de tu condición de pobre y por una vez siquiera tener plata hasta que sobre? Creo que todos lo hemos soñado. Todos quisiéramos salir de pobres. Todos quisiéramos sacarnos la lotería. Porque ¿a quién le gusta ser pobre? A mí, la verdad, no me gusta. Me aguanto. Prueba que a casi nadie le gusta es que en los barrios más pobres de Los Ángeles, Washington, Chicago o New York, es donde se venden más boletos de la lotería. ¡Todos sueñan ganarse $1.000 ó $5.000 dólares con un dólar!

Otros nos resignamos y pensamos: El Señor nos quiere más porque somos pobres. El Señor dijo que los pobres son bienaventurados. Es más, hasta dijo que difícilmente entraría un rico en el reino de los cielos. Y yo quiero entrar en el reino de los cielos, por tanto no soy rico, soy pobre. Jesús lo puso muy claro:

Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:3)

La palabra traducida aquí como pobres es la palabra griega ptojós. Esta palabra tiene el sentido de uno que está completamente asustado, de tal manera que se esconde de los demás. Con frecuencia tiene consigo el significado de arrastrarse inválidamente. En el griego clásico se usaba para describir a una persona que anda mendigando en la calle para recibir sustento. Se trataba de alguien que tenía que pedir limosna para poder vivir. En el sentido más amplio se trataba de personas que no tenían ninguna forma de hacer dinero, ninguna influencia, posición u honor.[2]

En otras palabras el término no únicamente describe a los pobres, sino a los pordioseros. El mismo término se usa para describir a Lázaro en la parábola del rico y Lázaro:

Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas (Lucas 16:20).

La palabra usada comúnmente para describir la pobreza es la palabra griega pénes. Esta palabra tiene el sentido de uno que tiene que trabajar para ganarse la vida. Es de esta palabra que viene nuestra palabra penuria. Esta misma palabra fue usada por Lucas para describir a la viuda que depositaba las dos monedas en la ofrenda del templo:

Vio también una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas (Lucas 21:2).

Era muy pobre, pero no era limosnera. Tenía muy poco, pero tenía algo que era de ella. Alguien que es pénes pobre por lo menos tiene un poco. Uno que es ptojós pobre no tiene absolutamente nada. Necesita de otros para subsistir.

De esto obtenemos el principio que ser pobres en espíritu significa que debemos tener total dependencia de Dios. Debemos poner a un lado la idea que podemos conseguir algo por nuestro propio esfuerzo. Ya sea que se trate de ser felices, o de vencer un vicio, o de resistir la tentación, o de alcanzar el reino de los cielos, debemos depender de Dios. Debemos reconocer que necesitamos limosnear por el favor de Dios. Que en nuestra situación no podemos poner condiciones. Que estamos bajo la merced de Dios. El es el que tiene el poder. El es el que tiene la facultad de hacer como quiere, no tu y yo. Estamos completamente dependientes de él… si queremos entrar en el reino de los cielos.

Jesús lo puso de esta manera:

Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer (Juan 15:5).

¡Separados de Cristo no podemos hacer nada! Es el quien nos capacita. Es el quien nos da la fuerza para seguir. Con Jesús lo tenemos todo. Sin Jesús no tenemos nada.

Si Jesús hubiese estado hablando acerca de los pobres en posesiones materiales, entonces estaríamos yendo contra su consejo al tratar de socorrer a aquellos menos agraciados que nosotros. Estaríamos bloqueando su camino al cielo. Pero Jesús no estaba hablando de pobreza material. Jesús nunca enseñó que la pobreza material abre el camino para la prosperidad espiritual.

Los pobres tienen ventajas sobre los ricos en que sus tentaciones son menos y menores. Pero las posesiones materiales no tienen ninguna relación con las bendiciones espirituales. Jesús estaba hablando claramente de una condición del espíritu, no del bolsillo.

De Jesús mismo se nos dice que

las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nido; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza (Mateo 8:20).

Pero nunca leemos que alguna vez él o sus discípulos hayan pedido limosna. El Señor y sus discípulos fueron acusados de ser ignorantes, de causar problemas, de quebrantar la ley, hasta de estar locos, pero nunca se les acusó de ser limosneros o indigentes.

Aparte de esto, el Nuevo Testamento no condena a nadie por ser rico. Nicodemo, el centurión romano de Lucas 7, José de Arimatea y Filemón eran personas con posesiones materiales, y también eran cristianos. El hecho que a los ricos les sea más difícil entrar en el reino de los cielos no se debe a que el Señor no los quiera, sino que sus muchas posesiones los tienen atados. Han llegado a confiar más en lo que tienen hoy que en lo que se les prometió mañana. El aquí hoy es más importante para muchos que el allá mañana… Pero lo mismo puede suceder con los pobres. Ser pobres no es automáticamente señal de que el mundo no te atrae. A algunos nos atrae más que a los ricos. Ellos ya están cansados de eso. Nosotros aún no sabemos como es.

Ser pobre en espíritu significa reconocer nuestra pobreza espiritual si no estamos con Dios. Es vernos tal y como somos: perdidos, sin esperanza, sin salvación. Fuera del alcance de Jesús cada uno de nosotros, sin importar nuestra educación, nuestro puesto, o nuestra cuenta de banco, está destituido espiritualmente.

El segundo principio que obtenemos de esta bienaventuranza es que debemos vaciar nuestras vidas antes de que las podamos llenar. Tenemos que ser pobres en espíritu antes de ser ricos en bendiciones espirituales. El vino viejo tiene que ser vaciado antes de recibir el vino nuevo. Tiene que haber una renovación tanto interna como externa.

Internamente debemos reconocer la necesidad de un cambio y externamente debemos hacer cuanto esté a nuestro alcance, con la ayuda de Dios, por efectuar ese cambio.

Cuentan que un hombre llegó a quejarse con el millonario Rothschild:

—No es justo —dijo el hombre— que un hombre tenga millones y millones de dólares, mientras que su vecino casi no tiene nada en lo absoluto.

Rothschild llamó a su secretario y le pidió que sacase la cuenta de cuanta era su fortuna. Mientras el secretario estaba haciendo esto, el banquero consultó un almanaque para saber cuanta gente había en el mundo.

Cuando su secretario le dio la cantidad, el banquero millonario hizo algunos cálculos por un momento y le dijo a su secretario:

—Déle a este hombre tres centavos. Es la parte de mi fortuna que le toca.

Suena a broma, pero tiene que haber un cambio. No únicamente tu comida tiene que cambiar, sino también tu apetito. La renovación en ti tiene que ser total. Tiene que ser tanto interna como externa.

Mark Twain, el escritor norteamericano que nos diera Tom Sawyer y Huckleberry Finn, escribió una vez una carta abierta al Comodoro Vanderbilt:

¡Pobre Vanderbilt! ¡Qué lástima me das! Y lo digo honestamente. Eres un hombre viejo y deberías descansar, pero sigues luchando y negándote a ti mismo, robándote del sueño reparador y de la paz mental, porque necesitas dinero desesperadamente. Siempre me da pena ver a un hombre tan pobre como tu. No me mal interpretes, Vanderbilt. Yo se que tienes 70 millones de dólares; pero tu y yo sabemos que no es lo que un hombre tiene lo que lo hace rico. No, es el estar satisfecho con lo que uno tiene, eso es ser rico. Mientras uno necesite desesperadamente una cantidad adicional, ese hombre no es rico. Setenta veces setenta millones de dólares no lo pueden hacer rico, mientras su pobre corazón desee más. Soy lo suficientemente rico como para comprar el más barato de los caballos de tus establos, quizás, pero no puedo sincera y honestamente jurar que necesito otro caballo ahora mismo. Así que también soy rico. Pero tú, tienes setenta millones y necesitas 500 millones, y estás sufriendo porque no los consigues. Tu pobreza me sorprende. Te aseguro que no podría vivir 24 horas con la imperiosa necesidad de poseer 400 millones de dólares dándome vueltas en la cabeza. Me moriría de desesperación. Mi alma se duele tanto de tu pobreza que si vinieses conmigo te daría diez centavos y te diría: “Qué Dios se apiade de ti, pobre infortunado”.[3]

Creo que Mark Twain le dio al clavo. No es lo que tienes, sino lo que tu esperas lo que te hace rico. No es lo que tu reconozcas, sino lo que tu hagas. A fin de cuentas, es tu vida tanto interna como externa.

En tercer lugar debemos tener humildad para entrar en el reino de los cielos. Debemos vaciar nuestra vida de orgullo, de autosuficiencia, debemos reconocer nuestro estado indigno y pordiosero, y debemos dejar a Jesús morar en nosotros. Debemos renovar nuestra existencia. Y debemos ser humildes. Nadie puede entrar en el reino de los cielos hasta que no reconozca que no es digno de entrar en el mismo.

La iglesia de Laodicea orgullosamente decía:

Yo soy rica y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…

y no sabía que en realidad

era una desventurada, miserable, pobre, ciega y desnuda (Apocalipsis 3:17).

Los que rehúsan reconocer su estado son como aquella niña esclava romana que era ciega y se negaba a reconocerlo, insistiendo que todo el mundo estaba a oscuras.

Mientras tu yo sea ensalzado no podrás entrar en el reino de los cielos. A menos que tu espíritu orgulloso se torne en un espíritu pobre, no puede entrar el Señor en tu vida, y no podrás entrar en el reino de los cielos.

Albert Schweitzer, escribió acerca de esto mismo:

La creencia en el Reino de Dios es la demanda más difícil que la fe cristiana nos hace. Se nos pide que creamos en lo que parece imposible, esto es, en la victoria de el espíritu de Dios sobre el espíritu del mundo. Nuestra confianza y nuestra esperanza están invertidas en el milagro que el espíritu puede producir.

Pero el milagro debe ocurrir en nosotros antes de que ocurra en el mundo. No nos atrevemos a esperar a que por nuestros esfuerzos podamos crear las condiciones de el reino en el mundo. Debemos ciertamente trabajar para lograrlo. Pero no puede haber un reino divino en el mundo, si no existe uno primero en nuestros corazones. El principio de el reino se encontrará en nuestra determinación de poner cada uno de nuestros pensamientos y acciones bajo el dominio del reino. No vamos a lograr nada sin un cambio interno. El espíritu de Dios va a luchar contra el espíritu del mundo cuando haya luchado contra el espíritu en nuestros corazones.[4]

Por último, tenemos que encontrarnos con Dios. Ser verdaderamente pobres encuentra su punto máximo cuando nuestra relación está entretejida con un conocimiento de Dios. Nunca vamos a conseguir una verdadera pobreza del espíritu mientras nos contemplamos a nosotros mismos o mientras contemplamos a los demás a nuestro alrededor.

Contemplar al hombre no nos ayudará. ¿Por qué? Porque

engañoso es el corazón más que todas las cosas y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jeremías 17:9).

Nuestro corazón siempre nos va a mostrar a alguien que esté peor que nosotros. Alguien que sea más orgulloso, alguien que sea más gritón, alguien que sea más corajudo, alguien que cometa más errores que tú. Y te va a hacer sentir mejor. Te vas a felicitar. Vas a decir: “Hombre, después de todo no estoy tan mal”. Y vas a caer en la trampa.

Dios no te pide que te midas con los hombres. Tu medida es Cristo. Es Cristo a quien tienes que contemplar. Es a Cristo a quien tienes que conocer. Deja de compararte con tu mujer o con tu esposo. Deja de fijarte en el pastor o en el anciano. Pon tus ojos en Cristo. Es en Cristo en quien vas a encontrar la verdadera humildad. Es Cristo quien te va a mostrar los cambios que tienes que hacer en tu vida. Tienes que vivir para Cristo, no para conformar a los demás.

Si de verdad has reconocido tu necesidad, si de verdad quieres que se efectúe un cambio, tienes que poner “los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2).

Cada vez que te creas mejor que otro, cada vez que te fijes en las faltas y los errores de otro, ve a Jesús. Cada vez que te consideres mejor que los demás, cada vez que creas no tener faltas, ve a Jesús. Jesús tiene que ser tu modelo, no otro hombre.

C. S. Lewis lo puso así:

Cuando encontramos que nuestra vida espiritual nos está haciendo sentir bien —sobre todo, cuando sentimos que somos mejores que algún otro— creo que estamos bajo la influencia no de Dios, sino del diablo. La verdadera prueba de estar en la presencia de Dios es que te olvidas de ti completamente o te ves a ti mismo como un objeto minúsculo y sucio. Es mejor olvidarte de ti mismo completamente.[5]

Jesús dijo:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:3).

¿Eres tú un pobre en espíritu? ¿Tienes a Jesús en tu corazón? ¿Te has encontrado y confrontado con el hombre del Getsemaní? Si no lo has hecho te invito a que lo hagas hoy. El te dará ese espíritu, esa humildad, ese concepto correcto de ti mismo y de tu función en esta tierra que te permitirá entrar en su reino.

Marco A. Almazán, “Gastos Superfluos”, El cañón de largo alcance (México: Editorial Jus, 1981), pp. 61-64.

2Joseph Henry Thayer, A Greek Lexicon of the New Testament (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, ND) sv “ptojós”, p. 557.

3Ibid., sv pénes, pp 499, 500.

4“Religion and Ethics”, por Albert Schweitzer de A Treasury of Albert Schweitzer, Ed. Thomas Kiernan. Philosophical Library, Inc., 1965. Citado en Collegiate Quarterly, 28 Sep 1980, p. 11.

5C. S. Lewis, Mere Christianity (New York: The MacMillan Company, 1958), pp. 96, 97.