Summary: Estudio de la quinta bienaventuranza: Bienaventurados los misericordiosos

La necesidad: Actual

Mucho antes que amaneciera, un viernes por la mañana, vi a un hombre joven, apuesto y fuerte, caminando por las callejuelas de nuestra ciudad. Iba tirando de una vieja carreta llena de ropas nuevas y brillantes, e iba gritando con voz clara de tenor: “¡Trapos!” Ah, el aire estaba sucio y la primera luz mugrosa para haber cruzado música tan dulce.

“¡Trapos! ¡Trapos nuevos por viejos! ¡Tomo tus trapos cansados! ¡Trapos!”

“Esto si que está raro”, pensé, porque el hombre tenía seis pies de alto, sus brazos eran como ramas de árbol, fuertes y musculosos, y en sus ojos brillaba la inteligencia. “¿No podría encontrar otro trabajo mejor que este? ¿No podría ser otra cosa, que un trapero en un barrio de la ciudad?”

Lo seguí. Mi curiosidad me hizo seguirlo. Y no fui chasqueado.

Pronto el Trapero vio a una mujer que estaba sentada en su pórtico trasero. Estaba llorando en su pañuelo, suspirando y derramando miles de lágrimas. Sus rodillas y sus codos hacían una X triste. Sus hombros temblaban. Su corazón estaba quebrantado.

El Trapero detuvo su carreta. Sin hacer ruido, caminó hacia la mujer, evitando pisar las latas, muñecos muertos y pañales.

“Dame tu trapo”, le dijo dulcemente, “y yo te daré otro”.

Tomó el pañuelo de los ojos de la mujer. Ella levantó los ojos hacia él y el puso en la palma de su mano una tela de lino tan limpia y tan nueva que brillaba. Ella parpadeó de el regalo al Trapero.

El entonces empezó a tirar de su carreta de nuevo, el Trapero hizo entonces algo muy extraño: puso el pañuelo manchado de la mujer en su propia cara; y entonces él empezó a llorar, a sollozar tan lastimeramente como ella lo había hecho, sus hombros estaban temblando. Pero ella quedó sin una sola lágrima.

“Esto es maravilloso”, me dije a mí mismo, y seguí al Trapero sollozante como un niño que no puede dejar de contemplar un misterio.

“¡Trapos! ¡Trapos! ¡Trapos nuevos por viejos!”

Después de un rato, cuando el cielo se veía gris detrás de los tejados y yo podía distinguir las cortinas rotas colgando de ventanas negras, el Trapero llegó ante una niña que tenía la cabeza envuelta con una venda, cuyos ojos estaban vacíos. Su venda estaba empapada en sangre. Un hilito de sangre corría por sus mejillas.

El Trapero miró a esta niña con piedad y sacó un hermoso bonete amarillo de su carreta.

“Dame tu trapo”, le dijo, trazando un hilito de sangre en su propia mejilla, “y yo te daré el mío”.

La niña únicamente podía contemplarlo mientras aflojaba la venda, la removía y se la ataba en su propia cabeza. El puso el bonete en la cabeza de la niña. No pude menos que jadear por lo que ví: ¡Con el vendaje fue la herida! Por la frente empezó a correr sangre más espesa y oscura —¡su propia sangre!

“¡Trapos! ¡Trapos! ¡Tomo trapos viejos!” lloró el sollozante, sangrante, fuerte, inteligente Trapero.

El sol lastimaba ahora tanto el cielo como mis ojos; el Trapero parecía estar cada vez con más y más prisa.

“¿Vas a trabajar?” le preguntó a un hombre que estaba recostado contra un poste de teléfono. El hombre sacudió su cabeza negativamente.

El Trapero le siguió preguntando: “¿Tienes trabajo?”

“¿Estás loco?” se mofó el otro. Se retiró del poste, revelando la manga derecha de su chamarra —plana, el puño metido en el bolsillo. No tenía brazo.

“Bueno”, dijo el Trapero. “Dame tu chamarra y yo te daré la mía”.

¡Había tal autoridad en su calmada voz!

El hombre sin un brazo se quitó la chamarra. El Trapero hizo lo mismo—y temblé ante lo que vi: El brazo del Trapero permaneció en la manga, y cuando el otro se la puso, tenía dos brazos buenos, gruesos como ramas de árbol; pero el Trapero únicamente tenía uno.

“Ve a trabajar”, le dijo.

Después de eso encontró a un borracho, yaciendo inconscientemente bajo una manta del ejército, un hombre viejo, jorobado, mustio y enfermo. El Trapero tomó la manta y la envolvió en su propio cuerpo, pero le dejó ropas nuevas al borracho.

Tenía ahora que correr para poder ir al paso del Trapero. Aunque estaba llorando incontrolablemente, sangrando a borbollones de la frente, tirando de la carreta con un brazo, trastabillando de borracho, cayendo vez tras vez, exhausto, viejo, viejo y enfermo, podía ir a una velocidad terrible. Con piernas de araña se deslizaba saltando por las callejuelas de la ciudad, una milla tras otra, hasta que llegó a las afueras, y continuó avanzando.

Lloré al contemplar el cambio de este hombre. Me dolía ver su dolor. Pero necesitaba ver a donde iba con tanta prisa, quizás para saber qué era lo que le hacía hacer aquello.

El viejito Trapero —llegó al basurero. Llegó a donde estaban las pilas de basura. Yo quise ayudarle pero vacilé y me escondí. Subió una loma. Con tormentosa labor aclaró un espacio en la loma. Suspiró. Se recostó. Puso el pañuelo y la chamarra como almohada. Cubrió sus huesos con la manta del ejército. Y se murió.

¡Oh, cómo lloré al presenciar esa muerte! Me tiré dentro de un auto abandonado y aullé como quien no tiene esperanza —porque había llegado a amar al Trapero. Todas las demás caras se habían desvanecido ante la maravilla de este hombre, yo lo apreciaba; pero se murió. Me quedé dormido entre sollozos.

No sabía —¿cómo iba yo a saberlo?— que dormí durante la noche del viernes y del sábado también.

Pero entonces, el domingo por la mañana, fui despertado violentamente.

Luz —luz pura, dura, demandante— golpeaba contra mi cara agria y yo parpadeé, y miré, y ví la última y la primer maravilla de todas. Allí estaba el Trapero, doblando su manta de lo más cuidadosamente, una cicatriz en su frente, ¡pero estaba vivo! Y, además de eso, ¡con salud! No había señal de pena ni de edad, y todos los trapos que había reunido brillaban de limpios.

Entonces bajé la cabeza y, temblando por todo lo que había visto, me dirijí hacia el Trapero. Le dije mi nombre con vergüenza, porque daba pena a su lado. Me quité todas mis ropas en ese lugar y le dije de todo corazón: “Vísteme”.

Me vistió. El Señor puso trapos nuevos en mí y soy una maravilla a su lado. ¡El Trapero, el Trapero, el Cristo![1]

Me parece que esta historia es fascinante. Pero también siempre encuentro la historia de Jesús fascinante. La historia de Jesús nunca dejará de maravillarme. La historia de Dios hecho hombre que viene a esta tierra a mostrarnos su misericordia. Encuentro que en Jesús Dios nos mostró lo que él en verdad es no por sus palabras, no por sus enseñanzas, no por sus preceptos, no por sus mandatos, sino por su acción. Esa acción desinteresada que le llevó a una cruz a morir por tí y por mí.

Creo, entonces, que Jesús estaba hablando por experiencia propia cuando dijo:

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mateo 5:7).

La palabra misericordioso (eleémon) ocurre treinta veces en la Septuaginta (el Antiguo Testamento griego). De estas treinta veces que aparece la palabra, 25 se usan para describir a Dios, 1 no es muy clara y 4 de ellas se refieren a seres humanos. En el Nuevo Testamento la encontramos únicamente en este pasaje y en Hebreos:

Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo (Hebreos 2:17).

La Biblia presenta, por lo general, el concepto de misericordia desde dos puntos de vista. En primer lugar, apunta hacia el perdón que se otorga cuando alguien ha hecho algo incorrecto. Así, cuando Moisés le pide al Señor que le muestre su gloria, y al concederle el Señor esta petición, Moisés exclama:

¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado… (Exodo 34:6, 7).

Isaías, llamando a los pecadores al arrepentimiento, nos dice:

Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar (Isaías 55:7).

En ambos casos el texto indica claramente que se trata de un perdón, de una misericordia, que tiene que ver con acciones incorrectas. Se trata de misericordia para aquel que se vuelve de su pecado.

En segundo lugar, la Biblia nos presenta la misericordia que se manifiesta a aquellos que están en necesidad. El tipo de misericordia que no tiene que ver con acciones de rebelión o pecado, sino el tipo de misericordia que se manifiesta a aquellos menos afortunados. La misericordia que se manifiesta no por las acciones sino por las situaciones o condiciones humanas. Encontramos así al rey David que exclama:

Mas tú, Dios misericordioso y clemente,

lento para la ira, y grande en misericordia y verdad,

mírame, y ten misericordia de mí; da tu poder a tu siervo

y guarda al hijo de tu sierva (Salmo 86:15, 16).

El profeta Ezequiel, pone las siguientes palabras en la boca del Señor, con relación a la restauración de Israel del cautiverio babilónico:

Por tanto así ha dicho Jehová el Señor: Ahora volveré la cautividad de Jacob, y tendré misericordia de toda la casa de Israel, y me mostraré celoso por mi santo nombre (Ezequiel 39:25).

Claramente vemos en estos textos que se trata de misericordia de la mejor calidad debido a la condición de uno como menor, como indigno no por algo que ha hecho, sino por las circunstancias. Se trata de compasión por los demás debido al estado en que se encuentran.

El primer principio que obtenemos de todo esto es, entonces, que la misericordia es primordialmente un atributo divino. No es un atributo humano. Se trata de un elemento que únicamente Dios posee innatamente. Puesto que el pecado hiere ultimadamente a Dios y puesto que ninguno de nosotros puede estar en mejor condición que Dios, la misericordia únicamente procede de Dios.

Dios es quien tiene la capacidad, y sólo él, de mostrar verdadera misericordia. Es en Dios en quien se genera, es Dios quien es la fuente de la misma. Es una cualidad divina. Y, como tal, nos es proporcionada en la medida que nos acercamos a él. En la medida que nuestra vida entra en relación con Dios, proporcionalmente la misericordia va hallando cabida en nuestro ser. Llegamos a ser misericordiosos cuando nos encontramos con Dios y nos unimos a él. Cuando mi propósito y el propósito de Dios es uno y el mismo, cuando mi voluntad y la voluntad de Dios son una y la misma, llego a ser misericordioso. No antes.

Jesús vino a esta tierra para mostrar la misericordia de Dios. Siendo Dios mismo, podía rebelar el carácter de Dios por medio de sus acciones. Cuando Jesús sanó a la suegra de Pedro, en Mateo 8:15, estaba mostrando la misericordia de Dios. Cuando alimentó a la multitud, en Lucas 9, estaba mostrando la misericordia de Dios. Cuando sanó a un ciego de nacimiento, en Juan 9, estaba mostrando la misericordia de Dios.

El Talmund, el comentario judío del Pentateuco, cita al rabino Gamaliel de haber dicho: “Cuando tú tengas misericordia, Dios tendrá misericordia de ti, y si tu no tienes misericordia, Dios tampoco tendrá misericordia de ti”. Pero esta no era la actitud de los judíos en los días de Jesús. Estudiaban la Biblia y el Talmund, pero no mostraban misericordia. Pretendían conocer a Dios, pero sus acciones los desenmascaraban. Conocer a Dios es actuar como el actúa. Tener a Cristo en tu corazón es, entonces, mostrar sus divinidad brillando por medio de ti.

El Dr. Guelich tiene razón:

En la medida que experimentamos la misericordia de Dios y respondemos con ternura hacia los demás, la misericordia de Dios está trabajando en nosotros, afectando a los demás. Hay una relación, por lo tanto, en la cual tu habilidad de mostrar misericordia es proporcional a haberla recibido.[2]

La verdadera misericordia proviene únicamente de Dios. Si tu vienes al Señor él está dispuesto a dártela. Está dispuesto a dártela en el sentido que tu la necesitas, que a ti te hace falta, que es para ti. También está dispuesto a dártela para que la distribuyas entre los demás.

Tú y yo necesitamos la misericordia divina tanto como aquel tipo que estaba perdido en la sierra de Durango. Después de dar vueltas manejando de un lado para otro, se encontró a un campesino que estaba sentado frente a su casa.

—Oiga, ¿cómo puedo llegar a Durango?

—No se, nunca he ido a Durango —le contestó el campesino con toda la calma del mundo.

—Bueno… entonces, dígame, ¿a dónde lleva este camino?

—No se—repuso de nuevo —, nunca he ido por ese camino muy lejos de aquí…

—Dígame entonces cuál es la ciudad más cercana, al menos… —el hombre estaba ya un poco molesto y desesperado.

—¡Quién sabe! Yo nunca he ido a la ciudad…

Ya bastante impacientado el tipo perdido le dice por último:

—Usted no sabe mucho de nada…

—¡Ajá! ¡Pero no estoy perdido!

¿Estás perdido cuando hablamos de la misericordia de Dios? ¿La has experimentado? Cristo te la quiere dar hoy, sin importar tu vida, sin importar tu condición, el te la quiere dar.

El segundo principio está entrelazado con todo esto mismo que hemos visto. Recibir la misericordia divina resulta en la manifestación de misericordia en tu vida. La misericordia divina tiene que ser reflejada en ti, si de verdad la tienes. Dios no nos da su misericordia para que la guardemos, sino para que la empleemos. El haber recibido misericordia se va a manifestar en tu actitud.

Aquí vamos ahora a definir lo que es misericordia.

¿Qué es misericordia? La pregunta nos trae la imagen de la Cruz Roja a la mente, porque misericordia es el espíritu de la Cruz Roja en el mundo. La misericordia nos llama cada vez y en cada lugar que hay sufrimiento. Tiene compasión y socorre a toda criatura, no únicamente al hombre. Se abstiene de deportes crueles lo mismo que de lenguaje cruel. Pone a un lado la crueldad aún cuando se trate de castigos merecidos… Pero la misericordia es un movimiento más profundo que la Cruz Roja, la verdadera misericordia no es únicamente restaurar el cuerpo del hombre y olvidar su espíritu…[3]

Ser misericordioso, entonces, significa satisfacer las necesidades de aquellos menos afortunados que nosotros. No es simplemente un sentimiento de compasión, no se trata de un simple “Dios esté contigo, que el Señor te bendiga”. Se trata de una práctica. Tiene que ver con un extender la mano para ayudar a otros. Ser misericordioso es dar de comer al hambriento, es consolar a los tristes, es amar a los que los demás rechazan, es perdonar a los que nos ofenden, es acompañar a los que están solos, es escuchar a los que necesitan abrirle su corazón a alguien. Es orar por los demás porque así como suplimos sus necesidades físicas Dios supla sus necesidades espirituales.

Hasta ahora las demás bienaventuranzas tenían que ver con Dios y con nuestra relación con él. Esta bienaventuranza tiene que ver con Dios y con nuestra relación y reacción hacia los demás. El sentido de las primeras cuatro era vertical, El sentido de esta y las demás bienaventuranzas es horizontal.

Jesús no únicamente sermoneó. Tan pronto termina el sermón del monte, leemos que sanó a un leproso (Mat 8:1-5), que sanó al siervo de un centurión (Mat 8:5-13), que sanó a la suegra de Pedro (Mat 8:14-17), que sacó el demonio de los endemoniados gadarenos (Mat 8:28-34), que sanó a un paralítico (Mat 9:1-8). Jesús combinaba sus palabras con sus acciones.

Este mundo no únicamente tiene hambre de sermones, también tiene necesidades materiales. Este mundo está plagado de hombres y mujeres con hambre literal. Hombres y mujeres que te necesitan. Hombres y mujeres que necesitan ver la misericordia de Dios brillando por medio de ti.

Es una noche lluviosa. Es tarde. Vas rumbo a casa y tu auto está calientito. Ha sido un largo viaje. Tus focos alumbran la figura de una mujer y dos niños parados al lado de un auto estacionado. Está empapada de pie a cabeza. Te dices a tí mismo que todo está bien: probablemente está esperando a su esposo que regrese con ayuda. ¿O será que alguien te ha puesto una trampa? Después de todo tu has escuchado ese tipo de historias.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?

Tu amigo tiene problemas con la tarea de matemáticas. Te pidió que le ayudes después de la cena. Tu sabes que “ayudarle” para él significa que le des todas las respuestas para ahorrar tiempo. Otros le han ayudado antes. El quiere que tu le ayudes esta noche.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?

Te encuentras en una sección de la ciudad a la cual no vas muy a menudo. Empieza a oscurecer cuando estacionas tu auto frente a la tienda que tu jefe te recomendó fueras porque ahí tenían las piezas de tu auto que necesitabas. Cuando sales de la tienda un hombre con ropa sucia y desordenada te pide que le des una-ayudita-por-el-amor-de-Dios-para-echarse-un-taco. El aliento le huele más a Tequila Cuervo que a smog.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?

Es tarde. Después de haber lavado y planchado toda la ropa, te preparaste un sándwich y te sientas con un refresco a ver Topacio. Es la única —le juro pastor que es la única— telenovela que ves. Pero tu vecina toca a la puerta y quiere que le enseñes a hacer chiles rellenos. La pobre gringa quiere impresionar a sus parientes y ha venido con sartenes, chiles, queso y cuanto hay…

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?

Sabes que tu mejor amigo está enamorado de una chica que es nueva en la escuela. Es increíble. Es inteligente, es bonita, es fascinante. Pero hay algunas cosas en su pasado que te hacen pensar que quizás no sería una buena influencia para tu amigo. Tu amigo te pide que le presentes esta chica. ¿Deberías decirle lo que sabes? ¿Deberías advertirlo?

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?[4]

El tercer principio es que tienes que verte a ti mismo y a los demás a través de los ojos de Dios. El hecho que Dios manifiesta su misericordia sobre ti no te pone en una mejor perspectiva que los demás. Sigues siendo un simple pecador, inmerecedor de la misericordia divina. No tienes ningún derecho sobre la gracia de Dios. No eres mejor que nadie más. Tienes que verte a ti mismo tal y como eres, a través de los ojos de Dios. Y a los demás de la misma manera.

Este pasaje no nos está diciendo que por nuestra misericordia ganamos la salvación. No somos salvos por ser misericordiosos. Aún dependemos de la gracia salvífica de Dios, antes de ser verdaderamente misericordiosos. No podemos labrar nuestro camino hacia el cielo por nuestra profesión de misericordia. Dios no da la misericordia como un mérito, el nos da su misericordia por gracia, porque la necesitamos, no porque la hemos ganado.

Tenemos que estar conscientes de eso. Es un don. Es gratuita. No la merecemos.

Martín Lutero, comentando en este pasaje, ha escrito:

Los únicos alumnos [que la misericordia] encuentra son aquellos que están listos a prenderse de Cristo y creer en él. Ellos saben que no hay ninguna santidad en ellos… [que] no hay comparación entre nuestra misericordia y la misericordia de Dios, o entre nuestras posesiones y las posesiones eternas en el reino de los cielos.[5]

Creer que podemos entrar en el reino de los cielos sin habernos arrepentido de nuestros pecados, es soñar despiertos. La idea que podemos recibir la misericordia divina sin reconocer nuestra situación es una falsa pretensión, es equivalente a pecado. En lugar de misericordia encontraremos castigo y en lugar de recompensa eterna, destrucción eterna. Pretender que nuestros actos de misericordia nos acercan a Dios es una blasfemia y una ofensa a la santidad de Dios. Si no venimos a Dios no podemos clamar como nuestra la misericordia que tiene prometida a los que vienen a él.

Jesús quiere darte la misericordia divina sin medida. Quiere darte su misericordia abundantemente. Te la ofrece hoy. Para que tu la derrames hoy a tu alrededor.

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12).

¡Dios nos quiere hacer sus hijos! ¡Qué tremendo honor!

Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Juan 3:2).

[1] Walter Wangerin, Jr., Ragman and Other Cries of Faith (San Francisco: Harper & Row, Publishers, 1984), pp. 3-6.

[2]Guelich, Sermon on the Mount, p. 89.

[3]The Interpreter’s Bible (Nashville, TN: Abingdon, 1978). p. 284.

[4]Erich Graham, “The Impact of the ‘M’ Factor”, Collegiate Quarterly, 7 Nov 1980, p. 58.

[5]Martin Luther, Sermon on the Mount, p. 31.