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Summary: Dios mismo es nuestra fortaleza, consuelo y seguridad para responder a su llamado.

¿Si te pidiera que buscaras en tu Biblia ahora mismo el libro de Hageo, lo encontrarías tan rápidamente como si te dijera que buscaras el libro de Génesis? La mayoría de nosotros tardaríamos un poco en encontrarlo y quizá algunos de nosotros, ni siquiera nos habíamos dado por enterados de que existe tal libro en la Biblia.

Hageo es un pequeño libro del Antiguo Testamento que se encuentra entre Sofonías y Zacarías que apenas tiene dos capítulos de extensión, pero que tiene un gran mensaje para nosotros que requerimos reenfocarnos en nuestra relación de comunión con Dios.

Hageo fue un profeta que ministró en el período de la historia bíblica conocida como el post-exilio. No estamos muy familiarizados con este período por lo que se hace necesario dar un poco de contexto histórico para una mejor comprensión del mensaje de Hageo para nosotros hoy.

La semana pasada comenzamos nuestra serie “Reenfoque” y se dio un poco de este trasfondo histórico, pero vale la pena repasar brevemente este contexto para estar todos en la misma página.

Recordemos que la monarquía unida de Israel tuvo tres reyes consecutivos. El primer rey fue Saúl, el segundo fue David y el tercero y último fue Salomón. Este último construyó por indicación y provisión de su padre David, el majestuoso templo en Jerusalén. El tiempo de Salomón fue un tiempo del esplendor de Israel.

Al morir Salomón, su hijo Roboam no supo manejar bien la situación y el reino se dividió en dos grandes territorios. El reino del Norte, llamado Israel con capital en Samaria y el Reino del Sur, llamado Judá con capital en Jerusalén.

En cada reino pasaron varias generaciones de reyes y este fue tiempo de mucha actividad profética porque venían advertencias de un exilio si el pueblo no cambiaba sus malos caminos. Por fin, el juicio llegó tanto para el reino del norte y años después, para el reino del sur.

El norte fue expulsado de su tierra por los asirios con la caída de Samaria en el 722 antes de Cristo. Y el sur, el reino de Judá, con capital en Jerusalén donde estaba el templo, cayó finalmente en el año 587 antes de Cristo a manos de los babilonios. El templo que había construido Salomón quedó en ruinas y el pueblo fue exiliado a Babilonia.

A este período se le llama el exilio que duró como unos setenta años, hasta que los Persas conquistaron a los Babilonios y en el año 538 aC. como resultado de un decreto de Ciro el Persa, se le permitió a Israel regresar de Babilonia a su tierra bajo el liderazgo de Zorobabel y la guía espiritual del sumo sacerdote Josué. Alrededor de 50,000 judíos regresaron. Así comienza el postexilio que es la época en la que están ubicados los eventos a los que hace alusión el libro de Hageo.

La comunidad judía del posexilio que regresó a Jerusalén, en el año 536 a C. comenzaron a reconstruir el templo, pero la oposición de los vecinos y la indiferencia de los judíos causó que la obra fuera abandonada. Comenzaron con mucho ánimo, pero pasado un tiempo, dejaron la construcción. El templo continuaba en ruinas.

Dieciséis años más tarde, los profetas Hageo y Zacarías fueron comisionados por el Señor para alentar al pueblo no solo a reconstruir el templo, sino a reordenar sus prioridades espirituales. Es muy probable que estos profetas hayan regresado a Jerusalén del exilio juntamente con esa comunidad que regresó con Zorobabel.

En el libro, las palabras de Hageo tienen fechas bien identificadas y tal parece que la participación profética de Hageo en su presentación ante el pueblo se suscitó en un período de cuatro meses durante el reinado del rey persa Darío.

Como resultado, el templo fue terminado unos años más tarde. La reconstrucción del templo bajo el cuidado de Zorobabel y el sumo sacerdote Josué fue del año 520 al 514 antes de Cristo.

La semana pasada hablábamos de cómo el profeta Hageo trajo el mensaje de Dios para los líderes Zorobabel y Josué y para todo el pueblo para que reconstruyera el templo que estaba en ruinas que hacía 16 años habían intentado levantar, pero por la oposición y el desenfoque en sus prioridades habían abandonado el proyecto.

Ahora bien, es importante aclarar qué es lo que estaba pasando aquí con el templo. No se trataba de que Dios estaba como envidioso o molesto por un edificio, como si Dios necesitara una casa lujosa o un edificio en sí para estar bien. Para nada, Dios no necesita casa ni edificios para habitar.

Lo que es importante aquí es lo que significaba o implicaba ese templo. El templo en Jerusalén era el punto de unión entre el cielo y la tierra. En el templo, Dios había puesto su nombre para que el pueblo tuviera acceso al Señor. En el templo se concentraban los sacrificios y las ofrendas que constituían la comunión que el pueblo podía tener con Dios. El templo representaba la presencia de Dios con su pueblo.

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